
“El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman “allá”. A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene un atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste”.
Casi 60 años después la descripción de Truman Capote sobre Holcomb sigue exactamente igual. La única diferencia es que en 2024, Holcomb vive a mitad de lo rural y la planta de Sunflower Electric Power Corporation que es lo primero que salta a la vista cuando te vas acercando oficialmente a la villa que empieza del otro lado de las vías de tren que en 1959 era quien escoltaba el pequeño pueblo aún con calle sin pavimentar. Eso, y que ciudades como Nueva York, Detroit o San Francisco ya quisieran las patrullas de Holcomb. Son de un gris mate con los vidrios polarizados más un sistema de luces tan avanzado que pueden rastrear automóviles foráneos en medio de la opacidad de un día nublado sin que los pasajeros se den cuenta. Como nosotros. Apenas cruzamos las vías del tren, pude ver por uno de los espejos de La Paloma como una de esas distópicas patrullas empezaba a seguirnos después de salir prácticamente de la nada. Y apeamos para hacerle unas fotos a la placa de madera del parque comunitario dedicado a la memoria de la familia Clutter, la misma patrulla pasó a nuestro lado, evidente en su circular sigiloso, estacionándose metros adelante como si estuviera en sus propios asuntos. Por un momento pensé que se trataba de uno de los trabajadores de la planta de energías renovables Sunflower que se había escapado para comerse un sándwich. Después de todo, habíamos llegado a la hora que los gringos llaman el lunch. Pero con la maldad necesaria puede enfocar la pupila; police estaba escrito en tornasol solo visible en ciertos ángulos de luz sobre la cajuela.
Nos está siguiendo la policía, le dije a Jim. Respondió que estaba paranoico. Por un momento le creí. Se puede decir que nos salimos con la nuestra. Sacamos la foto al letrero del parque comunitario hecho de madera y letras blancas dedicado a la memoria de Herb y Bonnie Clutter y sus dos hijos. Asesinados en un arrebato de frialdad por Richard Eugene “Dick” Hickock y Perry Smith el 14 de noviembre de 1959. Jim y yo nos dimos el lujo de tomarle otra foto al letrero esta vez con la portada de In cold blood de una edición de principios de los setenta editada por la The New American Library para su colección Signet Books que compramos una librería de Pueblo, Colorado. Lo mismo hicimos con la torre industrial de en una de las primeras esquinas de Holcomb pertenecientes a Sunflower. La patrulla ya no nos seguía, pues no era necesario. Se había colocado en un punto estratégico en el que la vista panorámica era diáfana.
Tomamos las últimas fotos, nos metimos a La Paloma, pusimos a Johny Cash y regresamos al asfalto de la carretera US 400 por donde habíamos llegado no sin antes cruzarnos con el automóvil gris que seguía inmóvil. El sol se abrió paso entre la nubes. La palabra police se hizo brillante a ojos de Jim y míos.
La Paloma es el Honda Civic gris rata. Fue inevitable seguir la tradición muy de USA de bautizar el auto que nos llevaba de raodtrip. Nos desviamos cuando supimos que Holcomb estaba en nuestro camino a Wichita Kansas. Supongo queríamos hacer un saludo post mortem a uno de nuestros escritores definitivos. Consentido entre homosexuales. Brutal para los que empezamos a escribir en los noventa. Cuando la realidad empezaba desbordarse a aquellos primeros bombardeos de sobreinformación. “A sangre fría” nos brindaba una obra maestra de narrar hechos verídicos con exceso de literatura detallista.
Pero los habitantes de Holcomb no tienen la misma impresión de Capote. Quizás no lo digan a los cuatro vientos, pero le guardan un diplomático rencor. Más de 50 años después siguen firmes en su idea que el escritor de Nueva Orleans aprovecho la masacre de un pueblo que nunca volvió a ser el mismo para convertirse en una celebridad ilimitada, millonario y la tradición de no ver con buenos ojos a Capote se enseña por generaciones. Hasta el día de hoy. La película de 2005 de Bennett Miller asoma que Capote generó una codependencia con uno de los asesinos y la ambivalencia ética frente a la sangre derramada de la familia Clutter estaba servida. Sigue siendo de las masacres más despiadadas de los Estados Unidos. Sobre todo cuando se piensa en las habitaciones de los hijos como sangrientas escenas del crimen.
Sigo pensando en nuestra parada en pueblito de Kansas cuya hostilidad no me sorprende. Deben estar hartos de nerds como nosotros haciendo necroturismo sobre el jardín que recordaba a los Clutter quizás sin el gran voyerismo literario de Capote.
No me arrepiento de la visita, aunque me pregunto por qué fue tan inevitable salirnos de la US 400 para ver a Holcomb con nuestros propios ojos. Pudo haber quedado al pie de la carretera: mira, el pueblo donde pasaron los trágicos sucesos de “A sangre fría”. Pero no. Hay algo en Norteamérica que te empuja a seguir los pasos de tus ídolos de formas oscuras como un morboso dispositivo de magnetismo que resulta aterrador y estimulante a partes iguales. Quizás para atragántanos de la celebridad –que nunca seremos– de nuestros ídolos hasta acabar con ellos de forma rencorosamente inconsciente como sugería Sonic Youth en su ep de “Kill yr Idols”. O como dice Chuck Klusterman en su libro “Killing yourself to live” sobre su roadtrip con paradas en sitios donde músicos perdieron la vida, como el Hotel Chelsea donde Sid Vicios apuñaló a su novia Nacy Spungen: visitar esa clase de lugares nos confronta con la tranquilidad de estar a salvo aunque no famosos.
Semanas después desperté con la noticia de la muerte de Paul Auster. Retomé el que para mí es su mejor libro: “La invención de la soledad”, huraña reflexión sobre la muerte de su padre. Jim sugirió que podíamos desplazarnos de Detroit a la costa este. Podemos ir los lugares que Auster menciona en “La invención de la soledad”, le dije.
