Desde que el video de “Animal nitrate” se atravesó en mi vida gracias a desperdiciar el tiempo frente a la MTV, generé una malsana gravitación por Suede, sus sampleos y guitarras afinadas en la desesperación por el sexo, sus letras poéticamente vulgares escritas desde la agridulce deshonra del pavimento. Y el carisma de resonancia aguda de su vocalista, Brett Anderson, hombre hetero de provocación afeminadamente lumpen, mucho antes que el performance de lo amanerado se convirtiera en el machacado truismo de la deconstrucción masculina, capaz de hacer del hormigón y el papel tapiz de la precariedad británica elementos de confrontación sublime. Siempre creí que Suede es la visceralidad proletaria hecha pop. Ese video de “Metal Mickey”, donde una mujer vestida entre acinturado dandy y padrote del siglo XIX, con un inquietante bigote dibujado, saca a pasear a una veinteañera por carnicerías y table dance, además de adelantarse a los modelos no binarios, retrataba la angustia de romper los esquemas heterosexuales en las clases bajas a ritmo de un golpeteo harmónico, corrosivo y pegajoso. Lo mismo con la letra de “Trash”: “Tal vez son las cosas que decimos, las palabras que decimos, la música que escuchamos. Nuestro abaratamiento”.
No estaba equivocado.
Llevo lo que va de la pandemia leyendo en bucle (voy en la tercera vuelta) las memorias de Brett Anderson divididas en dos libros, Mañanas negras como el carbón y Tardes de persianas bajadas, traducidas al castellano por editorial Contra. Sospecho que Anderson es ante todo escritor, por encima de músico y líder de una de las bandas más alegóricas del britpop. Su pluma refleja la lucidez de alguien que lleva el hábito de la escritura a cuestas, dotándole de la inteligencia precisa como para alejarse de la predecible biografía musical ocupada por revolcones sexuales, excesos y chingadazos creativos, que los hay, pero sus memorias son una insolente reflexión sobre la sensibilidad artística y la súbita fama cuando se viene de una de las clases sociales más desfavorecidas de Inglaterra. Los trabajos rudos y a veces cicateros a los que te orilla la necesidad, pero sin los cuales no podrían comprarse casetes y libros de aquellos que te hacen soñar.
Me resulta gratificante leer eso una y otra vez. Sobre todo cuando averiguo que me hice de la discografía de Suede gracias a las abundantes propinas del tiempo que trabajé de mesero, y en estos días en los que la política de la cancelación pretende hacer justicia social. El objetivo: apocar el número de likes y visitas. El destierro de la fama digital como infracción. La intimidación laboral como método correctivo para aniquilar prejuicios.
Recuerdo que hace un par de años, alguien que entiendo se asumía como queer, me hostigaba en redes sociales, arrobando a este medio con descripciones que me ponían como un insidioso de homofobia internalizada e hipermasculino que atentaba contra los principios Lgbttti. Exigía que me despidieran. Por supuesto que no hubiera sido agradable deshacerme de este espacio en Milenio con el que solo puedo estar agradecido, entre muchas cosas, porque nunca han censurado mis posturas renegadas y destructibles. Ante eso no puedo pedir más. Quizás por eso rechazo premios. Como una forma de agradecimiento a mis editores. Las refriegas en Twitter de corrección política, las buenas intenciones contra la desigualdad, el clasismo o la homofobia, terminan reducidos a patrocinios, simples subvenciones de popularidad, aprobación mediática y lo más paradójico, de estatus, lo que hace de la conciencia social una suerte de gentrificación moral. Pero sí contemplé un escenario en el que el queer consiguiera su propósito. De haber sucedido, creo que pude utilizar mi privilegio de testosterona binaria, el mismo que me sirvió cuando tuve que arrastrar bloques de hielo del tamaño de un ataúd que luego trituraba con un picahielo, para ganarme la vida de mesero, cargando bultos o lavando vasos en alguna cantina de Torreón, como en mis tiempos en el Ciriaco Bar. Escribir en word, fotocopiarlos e imprimir fanzines.
Meses después de que el hostigamiento en redes cesara, me encontré al queer en una fiesta. Noté cómo durante toda la noche dibujaba rodeos en forma de ocho para evitar encontrarse conmigo. Pero fue inevitable. Cuando lo tuve de frente y le dije que era el momento de decirme mis verdades, me hizo unas señales medio egipcias con los dedos que nunca entendí. Y se fue.
El reciente ejercicio de la cancelación mucho tiene que ver con la amenaza de perder cierto estatus de reconocimiento, aprobación y poder adquisitivo. Pienso en esa parte en la que Brett Anderson recuerda algunas anécdotas pormenorizadas alrededor de la grabación de Coming up, su álbum de 1996: “A menudo he pensado que el estilo sórdido y vagamente sofisticado que finalmente acabamos habitando era, en realidad y de forma paradójica, un factor de nuestras raíces de clase trabajadora”. Cuando vienes desde abajo como en las canciones de Suede, te das cuentas de las herramientas que tienes para seguir adelante. Y defender tu punto de vista. Que junto con la coherencia es lo único que nos quedará después del fin del mundo.
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