Tan solo un par de semanas después de que la diabética telenovela El amor nunca se equivoca llegara a su fin con un “apasionado beso” de los Aristemo que “enloqueció las redes sociales”, el cuerpo de Miguel Ángel Medina Lara apareció semidesnudo entre dos tumbas del panteón Gregorio Vidal Alor de Acayucan, Veracruz. Su desaparición ya había sido notificada ante las autoridades. Reportes forenses indican que murió a causa de proyectiles de piedras, como esas sangrientas noticias que nos llegan desde el Medio Oriente, en las que un hombre es humillado a pedradas de muerte por ser homosexual.
Migue Ángel coordinaba una escuela de danza. Activista gay. Tenía 21 años, tan solo cuatro o cinco más que los personajes de Aristóteles y Cuauhtémoc, los jóvenes que “rompieron estereotipos en la televisión” según las notas de espectáculos.
¿Cómo es que un asesinato, con muchos sádicos elementos como para ser considerado un crimen de odio por homofobia, pueda suceder después de la incursión de Aristemo en la televisión abierta mexicana? Lo sé, hablo de una simple telenovela, una más del montón, cuyo objetivo es el entretenimiento, el más básico y rudimentario para cloroformizar a la mente después de una jornada de rutina y sellos sobre memorandos hasta la resignación del día siguiente, sin embargo, no solo fueron los espectáculos. Activistas y medios especializados en contenidos Lgbttti los inflaron como héroes involuntarios de una lucha a la que nunca pidieron pertenecer y que aún cediéndoles el beneficio de la suspicacia, su dudosa aportación al activismo gay se gesta en la comodidad del presente, que incluye la visibilidad asfaltada por los activistas de generaciones anteriores, una problemática inclusión social administrada cada vez más por coorporaciones que se inventan engendros como el marketing rosa y la corrección política como sanitizante de todo aquello que esconda un ángulo punzocortante, incluyendo la diversidad. La presencia de los avatares de Aristemo (puesto que Joaquín Bondoni y Emilio Osorio, los actores que interpretan a la pareja gay, son heterosexuales en la vida real) en la Marcha del Orgullo de este año, son prueba de su ponderación como iconos pop de la actual causa gay mexicana.
Leí en una nota que la aportación de Aristemo en la televisión mexicana acorta el camino hacia la normalización del colectivo Lgbt+ en México, lo que, a su vez, acortaría la homofobia, hasta eliminarla.
Sobrevalorar la normalización como meta, aspirar al grillete hetero por voluntad propia, es el autoflagelo más doloroso e incoherente al que pudo llegar a lucha Lgbttti. Lo patético es que ni siquiera contribuye a desterrar la homofobia de la convivencia pública, pues lo normal debe alimentarse del constante rechazo a lo diferente para mantener su hipócrita equilibrio, que no es otra cosa que la tiranía de las apariencias reproductivas.
Porque toda esa frustrante mamada de los Aristemo que venden como triunfo de la visibilización gay es, en realidad, el triunfo de los arquetipos heterosexuales que fomentan el conservadurismo y satanizan la sexualidad sodomita; lo ofrecen como un producto avanzado por tratarse de dos hombres, pero básicamente su actuación gay se enfrasca en las mismas recatadas parvedades amorosas que las señoritas de mitad del siglo pasado.
Los Aristemo bien podrían ser la reactivación digital de aquellas señoritas que a blanco y negro cortejaban las rutinas de Joaquín Pardavé, chicas que con apenas 19 años ya padecían el asfixiante estrés que les generaba ser la solterona ansiosa por portar un esponjoso vestido de bodas blanco y tener hijos; rancios costumbrismos del pasado, transportados al presente con la engañosa maquinaria del progresismo social. La reincidencia en el matrimonio (que por momentos me hacía pensar en “Marriage”, irónica canción de la banda de hardcore los Descendents cuando gritan “Ni siquiera quiero tener sexo contigo, solo quiero casarme”), la posibilidad de adopción a temprana edad, la ausencia de temas como el sexo espontáneo, ya no digamos la promiscuidad, el VIH, la homofobia fuera de la romantización del bullying como sacrificio, los crímenes de odio por homofobia, solo pone en evidencia el puritanismo gay del mensaje de Aristemo y el de sus seguidores, conformado por nuevas generaciones que han utilizado los derechos ganados por sus antepasados para heterosexualizarse con las certezas rendidas, adoptando los mismos y anticuados modelos de conducta de mi abuela –es sintomático ver que los clubes de fans de Aristemo son conformados en buena parte por señoritas que ven ellos los mismos postulados que Cenicienta– con accesorios progresistas, pero la convicción de que la diferencia es algo de lo que hay que avergonzarse.
A veces, cuando tropiezo con trágicas noticias como las de Miguel Ángel Medina Lara, me ataca la espeluznante deducción de que los homofóbicos saben más de nosotros, al menos están al tanto de nuestras diferencias, que a ellos los asquea (por eso nos matan) y que de este lado de la jotería preferimos ignorar en aras de heterosexualizarnos.
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