La película Joker se ha convertido categóricamente en un fenómeno cultural por ser un espejo de una problemática social difícil de dimensionar pero, sobre todo, de comprender: las enfermedades mentales.
Catalogada como una obra maestra, cada escena tiene una doble dimensión, es decir, hay más historias en cada una de ellas bajo el hilo conductor del hombre solitario, buen hijo, que enfrenta a una sociedad que en lugar de ayudarlo lo abandona, pero en el camino lo va empujando a puñetazos hasta descender escalón por escalón hacia la locura.
“El peor lado de la enfermedad mental es que la gente espera que actúes como si no la tuvieras”, escribe en su diario el protagonista Arthur Fleck (Joaquin Phoenix).
Este Guasón enseña que la risa es un mecanismo de defensa y un signo de falsa felicidad; las carcajadas son un grito de dolor, de llanto y hasta de enfermedad, que muestran su fragilidad y soledad al no hacer reír a nadie más.
La transformación de un ser bueno a malo es melancólica y cruel gracias a la extraordinaria actuación de Phoenix.
La cinta Joker no incita a la violencia, su propósito es mucho más complejo: es una denuncia a la marginalidad, a la incomprensión en diferentes ámbitos (social, médico, político, familiar, mediático) de quienes han sufrido eventos traumáticos en sus vidas y los lleva a un quiebre emocional y mental.
Apunta la mirada hacia los sistemas de poder que recortan la ayuda y dejan en el abandono a los más vulnerables, sin atención médica y sin fármacos.
Aun siendo una película basada en un cómic se aleja de la fantasía y es increíblemente realista al mostrar al espectador que sin empatía es imposible salvar a alguien que se encuentra en el borde.
Su éxito en taquilla también asegura que más gente podrá ver cómo Joker sentará el precedente en el cine al aprovechar la popularidad de un personaje de historieta y tomar el riesgo de retratar el lado más frágil de la naturaleza humana.
MIRIAM COLÍN Y VANESSA AGUILAR
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