Este año conocí a un personaje que, con frecuencia, en circunstancias incómodas para él, invocaba su derecho a la felicidad e incluso me aclaraba —es abogado— que está establecido ni más ni menos que en la Constitución de Estados Unidos (solía parpadear mucho después de este comentario). El dato, lo confieso, me dejaba sin argumentos. El asunto ya no era personal, sino que pertenecía, pertenece, al rango de las leyes y, por lo tanto, negarle al personaje su privilegio ciudadano podría equivaler a una infracción, por lo menos allende la frontera norte. Investigué el tema. No está en la Constitución, pero sí en la Declaración de Independencia de 1776 que la antecede. Sin embargo, no es vinculante. Ahora bien, las leyes del estado de Virginia, pactadas el mes anterior a la Declaración de Independencia, incluyen la felicidad como un objetivo legítimo e inalienable. El personaje vive en Virginia y cuando viaja lo ha de hacer con pleno conocimiento de sus derechos. Y el de la felicidad es uno constante y comprensible: ¿quién no quiere ser feliz?
El ejemplo del abogado no es único. Lo uso porque me tocó padecer muy de cerca las consecuencias de su búsqueda incansable. En tiempos recientes, he oído a numerosas personas expresar el mismo propósito con una angustia extraña que me provoca temor. Reconozco que me pongo en alerta cuando principios generales se plantean en términos posesivos: mi felicidad (o mi libertad). Entiendo que no puede ser de otra manera y que lo opuesto, el uso del mero artículo la (con su aire de modestia) es también problemático por demagógico. Los políticos y las políticas a diario ofrecen ideales comunitarios con una gran sonrisa o con un gesto de gran compasión: eliminan, alteran, destruyen, borran, liquidan para que en ese futuro siempre aplazado se afiance por fin la felicidad: completamente nuestra.
Estoy casi segura de que ya no aspiro a ser feliz, pero sí me propongo no ser infeliz: el famoso vaso medio lleno que en mi versión de los hechos no debe confundirse con la prudencia, la sensatez o una estoica sabiduría. Mi falta de infelicidad no será virtuosa, sino más bien defensiva; una forma de mantenerme un poco al margen —un pie adentro, el otro afuera— y protegerme de mi propia conducta, pues tan pronto me integro a cualquier colectivo noto los roces. Quizá la causa mediocre sea la edad. Si es cierto lo que escribe Olga Tokarczuk en su libro Sobre los huesos de los muertos acerca de cómo muchos hombres mayores “caen en cierto autismo testoterónico… una lenta pérdida de la inteligencia social y la capacidad para comunicarse”, ¿cuáles serán nuestras taras estrogénicas en este guión predeterminado por las hormonas? ¿El eterno femenino como eterna distracción? ¿Decir a duras penas lo que pensamos, discutirlo a regañadientes y luego sentirnos?
Cada quien es quien es; hasta yo, que construyo trincheras por instinto. No azotemos puertas, no rompamos vidrios, no tendamos trampas, no pisemos sombras. Vayamos en paz.