Sólo yo sé que cuando Marina se tambalea parada de puntas y desnuda frente a un espejo de cuerpo entero en realidad se desploma, se le doblan las piernas, se le encogen los brazos, se le revienta la cara contra el piso. Y lo sé porque estoy con ella y no logro levantarla, reconstruirla, sentarla a la mesa con Manuel a finales de 1979, en la librería El Ágora de Insurgentes a las seis de la tarde, tomando un refresco, fumando un cigarro tras otro, platicando de cine o de música, de los libros que está leyendo –cinco al mismo tiempo– y Manuel se burla de ella, “eso no es leer, hay que descubrir la esencia de cada obra, paladear sus palabras como si fueran las últimas en el mundo” y Marina teme que Manuel sea un erudito cursi, solemne, que diga “la literatura es mi diosa polimórfica, sensual, y yo le imploro de rodillas, tal un Aquiles de la urbe, oh, musa, la cólera canta” y en efecto lo dice, cierra los ojos, luego los abre, parpadeando, mira en lontananza y Marina se sonroja, se arrepiente de haberlo buscado varias veces, haber insistido en verlo, decide cambiar de tema, le pregunta a Manuel por su trabajo, menciona el nombre de Mariano Antúnez, le cuenta que la amiga de la fiesta es admiradora de Antúnez pero ella, Marina, no lo ha leído, y Manuel se burla de nuevo “es que te la pasas con puros autores trasnochados o dizque de vanguardia o peor aún gringos simplones de moda porque son más narrativos” y Marina oye la voz ronca, observa la sonrisa, los labios delgados, recuerda el beso veloz en la fiesta de la amiga, y muy solícita le pide a Manuel que le recomiende algún libro de Antúnez y Manuel se ríe, “sólo ha escrito dos y según las malas lenguas, o las buenas, hay otro eternamente en ciernes aunque a este enorme escritor incomprendido, aislado, recóndito, lo acechan las leyendas, los rumores mezquinos” y Marina le pregunta cuáles y Manuel le responde que ella nunca entendería y se quedan callados. Cómo salir del hoyo, piensa Marina, cómo regresar al minuto anterior a ese silencio en el que ella se pone a jugar con una cuchara, mueve la servilleta y Manuel checa su reloj y voltea hacia el mesero y se le ocurre entonces a Marina hablar de Rulfo, asiduo del Ágora, y Manuel susurra “el hombre de los páramos” y Marina quisiera decirle “llévame contigo”, pero según el bosquejo que he leído en una de las hojas sueltas de la carpeta nada sucede todavía en esa cita; sólo salen juntos a la calle, Manuel detiene un taxi —“dejé el coche en casa de mi madre”— y Marina cruza hacia Barranca del Muerto. Hay dos fechas escritas a lápiz en un post-it: nace Antúnez en 1937, Armijo [Magdalena] en 1936. La perspectiva histórica suaviza la violencia de la intimidad. Los cuatro personajes de La novela inconclusa se maltratan, pero sólo Magdalena asegura que ella es buena, siempre buena: “lo malo está en las circunstancias, que se entrometen o interpretan”. En mi sueño de anoche el río se acabó atorando en un recodo y ahí recibí las instrucciones.
Capítulo 8
- En el banquillo
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Tedi López Mills
Ciudad de México /