“Me gusta mucho ese razonamiento”, afirma la autora que estoy leyendo y su gusto es tan abstracto que se pierde el razonamiento. ¿Cuál era? Una tautología: “lo que se lee es lo que se escribe; las palabras que se eligen, que se colocan una tras otra, las que se cambian, tachan —mayúsculas, minúsculas, comas, puntos, etcétera— son la página de un libro escrito deliberadamente para que alguien lo lea”. La autora hace hincapié en su propio tartamudeo ante el lenguaje que no domina. “El bosquejo del miedo incluye la torpeza de los trazos. Prosa en poesía. No al revés”. A mí me gusta pensar en la resurrección. Cuando abro los ojos en la madrugada, cuando cierro los ojos en la noche repito la frase predilecta: que regrese mi pasado en la forma exacta que me contiene. La cara que se asoma en el espejo por encima de mi hombro es mi cara en otro tiempo. Le sonrío y la limpio para que relumbren las facciones. Marina dice en La novela inconclusa que no se puede amar dos veces a la misma persona. Se lo explica a Magdalena por teléfono: nunca es igual nadie a causa de los estados de ánimo. Por ejemplo, un martes Manuel conserva la calma en la cola del súper; un jueves Manuel pierde la calma en la cola del súper, jalonea el carrito, tira el paquete de papel de baño, lo patea y le grita a la cajera. Marina es la figura que se esconde tras los anaqueles. Magdalena insiste en que la personalidad no equivale a la esencia de la persona “y lo que se ama es la esencia”. Cada solución crea un nuevo problema. La autora que estoy leyendo construye laberintos, aunque también dibuja ventanas para que circule el aire. En mi casa hay cinco mesas, diez sillas, y debo ocuparlas todas sin recurrir a ninguna treta. Me pregunta Marina si siento lo que siente ella, las etapas desfasadas, las criaturas indispuestas en la cabeza por cansancio. Es la primera vez que me habla: cuestión de tono. Pero las reglas impiden transgredir géneros y no le contesto. Entre mis personajes femeninos se ha establecido una relación patológica que consiste en lo siguiente: la ostentosa tolerancia de Marina (“sí, Magdita, comemos lo que quieras, viajamos a donde quieras”) y sus burlas a modo de juego (“¿cómo va el apotegma de Mariano, ese de que no se casa uno con la mujer que desea y no desea uno a la mujer con la que se casa?”). Magdalena siempre acaba llorando y Marina siempre la consuela. Aún no sé quién vive sola, quién toca fondo, quién apila trapos metafóricos por colores: amarillos, azules, grises, blancos. No comparten un cielo parecido porque la orientación de la luz varía. Es más intenso el sol en el cuarto de Marina que en el de Magdalena y son amenazantes las persianas cerradas desde las once de la mañana. Un poema de T.S. Eliot se llama “Marina”: mares, costas, rocas grises, agua que lame la proa, aroma de pinos y el tordo canturreando en la niebla. No concuerdan mis personajes con los actos que les corresponden. Son vulnerables y es fácil romperlos. Tendré que vigilarme.
Capítulo 4
- En el banquillo
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Tedi López Mills
Ciudad de México /