Nos echamos “un volado” y me tocó irme a trabajar a Ciudad Juárez, Chihuahua, en una época complicada.
Uno de mis compañeros fue por mí al aeropuerto junto con otros dos de una división diferente, pero con los que trabajábamos de manera conjunta.
Recuerdo que llegué un jueves y no llegamos ni al fin de semana cuando me di cuenta que mi compañero era igual o más inocente que yo. Y cómo no serlo: recién salidos de la Academia de Policía, nuestro primer empleo, la primera ocasión que estábamos lejos de casa y en una ciudad desconocida.
El domingo, nuestro día de descanso, decidimos ir “a dar la vuelta” y conocer la ciudad. Vestíamos de civiles.
De inicio tomamos mal el transporte público y fuimos por el rumbo contrario al lugar que queríamos. Tuvimos que tomar uno más para llegar al centro de la ciudad.
Estábamos por cruzar la calle cuando mi compañero vio un vendedor de “congeladas”, de los que visten un overol azul, con una hielera y una sombrilla. “Vamos por una, para el calor”, me dijo y me pareció buena idea.
“¿De qué sabores tiene?”, preguntó mi amigo, “ya no tengo”, recibió como respuesta cortante del vendedor. “¿Es en serio?”, preguntó de nuevo e intentó levantar la tapa de la hielera, lo que el vendedor evitó de un manotazo, claramente incómodo. “No tengo, pero ahorita te consigo una”, le dijo.
En ese momento comenzaron a acercarse tres adolescentes que estaban a unos doscientos metros de nosotros, quienes no perdían detalle de lo que estaba pasando.
“Vámonos”, le dije. “Pero yo sí quiero una congelada”, me reclamó. Y cual niño, lo tuve que convencer que se la compraría en otro lugar. Lo jalé y nos fuimos, ante la cada vez más cercana y agresiva mirada de los adolescentes que solo cesó hasta que nos perdimos a lo lejos.
Todavía mi amigo no entendía por qué el tipo vestía como vendedor de congeladas, tenía el carrito y la sombrilla, en el pleno calor de las 12 del día, no tenía el producto que promocionaba con la campanita.
Al regresar a casa lo platicamos con nuestros compañeros, quienes con mucha más experiencia que nosotros, nos explicaron qué era lo que pasaba y lo que podría haber ocurrido si se hubieran dado cuenta que éramos policías, aún en nuestro día franco. Ya fuese por inocencia o porque creyeran que era una operación encubierta, nuestra vida estuvo en riesgo.
Fue una lección como muchas otras más que vinieron en la vida policial. Aprendes mucho en la Academia, pero es el contacto con la realidad y con las apariencias, lo que te hace un mejor profesional; esa habilidad para ver lo que hay realmente detrás de una fachada o de un vendedor de congeladas, que pasa desapercibido para la mayoría de las personas.
Y por cierto, no todos los vendedores de congeladas venden congeladas.