La “renuncia” del fiscal Alejandro Gertz volvió a poner en la conversación pública la pregunta sobre quién debe encabezar la Fiscalía General de la República (FGR). Nos obsesionamos con la persona cuando la experiencia de décadas muestra que el problema está en otra parte. Desde 1990 hemos tenido 16 procuradores, hombres y mujeres, muchos de ellos con talento, honestidad y experiencia. En promedio han durado poco más de 22 meses en un cargo del que nadie ha salido indemne. Cada procurador ha querido cortarle la cabeza a la hidra, para dejarla, al final, con más.
Mi argumento es simple: sin voluntad política e institucional y un compromiso de inversión a largo plazo para emprender cambios estructurales, ninguna gestión puede transformar realmente la procuración de justicia en México. No importa quién llegue. Podría ser el mismísimo Hércules: si el diseño institucional, la cultura organizacional y los incentivos siguen intactos, nada sustantivo va a cambiar y las cabezas de la hidra seguirán multiplicándose.
La gestión de Gertz es prueba de ello. Es demasiado pronto para una evaluación de conjunto, pero hay un consenso: su paso por la FGR no será recordado como una administración de cambio, sino de conservación. Como ha ocurrido con casi todos los procuradores, la inercia institucional absorbió el impulso reformista. La autonomía constitucional, concebida como un mecanismo para profesionalizar y despolitizar al Ministerio Público, terminó como una promesa incumplida. Otorgada más por berrinche que por reflexión, nunca se construyeron las condiciones para ejercerla con responsabilidad y sin subordinación.
El problema de fondo es que la FGR no ha logrado convertirse en una institución capaz de articular una auténtica política criminal del Estado. No ha usado su autonomía para alinear los múltiples intereses que confluyen en la arena de la seguridad pública. Hoy su contribución al Sistema Nacional de Seguridad Pública es limitada; su capacidad de investigación estructural es insuficiente; su servicio profesional de carrera, una quimera, y su tecnología e inteligencia criminal, rezagadas ante la complejidad del crimen organizado.
Como corolario, el barroco proceso para seleccionar al fiscal se reconfiguró en una vía rápida para permitir que la persona predesignada llegue sin contratiempos. El Senado se autolimitó en sus funciones de selección y escrutinio; le cedió la batuta al Ejecutivo. Esto menoscaba legitimidad y alimenta la percepción de subordinación.
Autonomía no significa actuar aislados ni seguir ruta propia. Es la posibilidad de articular, coordinar y ejercer liderazgo con el resto del gobierno federal y los gobiernos estatales. Es construir una institución profesional, independiente, empática con las víctimas y robusta en sus investigaciones. De no hacerlo, la hidra tendrá nuevas —y más peligrosas— cabezas.