En el mundo, las democracias están perdiendo terreno frente a gobiernos con tendencias autoritarias. No importa si son de izquierda o de derecha, lo que importa es que ofrecen algo que muchos ciudadanos sienten que la democracia les ha negado: orden, estabilidad y la ilusión de un liderazgo fuerte que ponga fin a la corrupción y la ineficiencia.
Los políticos que llegan al poder en sistemas democráticos suelen presentarse como defensores del pueblo, como hombres y mujeres de origen humilde que entienden las necesidades de la sociedad. Pero una vez que se acomodan en el sistema, la historia es otra. Entran como ciudadanos de clase media o baja y salen con fortunas difíciles de justificar. La democracia, en teoría, debería garantizar transparencia y rendición de cuentas, pero en la práctica ha sido secuestrada por élites que han hecho de la política un negocio redondo.
Ante este desencanto, la gente ha comenzado a mirar con buenos ojos modelos de gobierno donde el poder está más concentrado, donde las decisiones se toman sin demasiada discusión, donde hay una figura fuerte que impone disciplina. Las democracias liberales, con su maraña de partidos políticos, debates estériles y promesas incumplidas, se ven cada vez más como sistemas fallidos que solo benefician a quienes logran llegar al poder.
Pero si la historia ha demostrado algo, es que los gobiernos totalitarios rara vez cumplen sus promesas. Venezuela, por ejemplo, abrazó el modelo de un líder fuerte con Hugo Chávez y su llamado “socialismo del siglo XXI”. La gente buscaba justicia social y estabilidad económica, pero terminó con una crisis humanitaria sin precedentes, hiperinflación y millones de ciudadanos huyendo del país. Cuba, por su parte, lleva más de seis décadas bajo un régimen que prometió igualdad y soberanía, pero que solo ha dejado represión, pobreza y un pueblo que sigue arriesgando su vida para escapar. Incluso regímenes de derecha, como el de Rusia bajo Vladimir Putin, han mostrado que el poder absoluto no significa progreso para todos, sino el enriquecimiento de una cúpula mientras la sociedad enfrenta censura y limitaciones a sus libertades.
México no es la excepción. La corrupción ha sido el cáncer de todos los gobiernos, sin importar el partido. Mientras el ciudadano de a pie lucha con sueldos bajos, servicios públicos deficientes y un sistema de justicia selectivo, los políticos acumulan riquezas y poder. No es extraño, entonces, que una parte de la población prefiera líderes que imponen su voluntad sin tantos filtros, aunque eso implique sacrificar libertades.
El problema es que los gobiernos autoritarios rara vez resuelven los problemas que prometen eliminar. Al final, terminan siendo igual o más corruptos, pero con menos mecanismos para cuestionarlos. Sin embargo, mientras la democracia siga sin cumplir con su promesa de bienestar y justicia, el deseo de un gobierno fuerte seguirá creciendo. Y cuando la gente prefiere la autoridad a la libertad, la historia ha demostrado que el desenlace no suele ser el mejor.