El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, ha cimbrado a Michoacán y al país entero. Era un hombre de familia, esposo y padre de dos pequeños, que asumió su papel como autoridad con una frontalidad pocas veces vista en la política mexicana. Su estilo era único: directo, desafiante y con un discurso aparentemente genuino de enfrentamiento al crimen organizado, al menos dentro de su municipio. Él mismo solía decir que su destino tenía tres caminos: la cárcel, la muerte o el éxito. La muerte fue la que llegó primero, pero su legado podría alcanzar ese éxito que en vida no pudo consolidar.
Su figura trascendió más allá de la política local. Manzo se convirtió en símbolo de una lucha solitaria contra el poder paralelo del narcotráfico. En redes sociales ganó notoriedad no solo por encabezar personalmente operativos para capturar a delincuentes, sino también por su tono irreverente contra las estructuras del sistema. Señaló abiertamente la infiltración del narco en el gobierno estatal y no dudó en lanzar retos al poder federal, incluso a la propia presidenta Claudia Sheinbaum. Ese atrevimiento, tan inusual en un político mexicano, lo convirtió en una figura incómoda… y también en un referente para muchos.
Hoy, tras su asesinato, su figura comienza a tomar un cariz distinto. Se habla del “movimiento del sombrero”, un símbolo que él mismo popularizó y que amenaza con convertirse en una bandera de resistencia ciudadana frente a la impunidad. Lejos de apagarse, su voz parece haber despertado algo en sectores de la sociedad que no militan en ningún partido, pero que comparten un sentimiento común: el hartazgo.
Se ha convocado a una marcha el próximo 15 de noviembre en el Zócalo capitalino. Lo que en apariencia es un homenaje local, podría transformarse en un acto nacional de reclamo y unidad. Porque la muerte de un alcalde michoacano no solo expone la vulnerabilidad de los políticos frente al crimen, sino también el vacío de autoridad moral y justicia que prevalece en México.
Las reacciones a su asesinato trascienden las trincheras partidistas. Muchos de quienes hoy se manifiestan ni siquiera creen en los partidos, ni en el PRIAN ni en Morena. Son ciudadanos que simplemente ya no quieren vivir con miedo, que rechazan la normalización de la violencia y que, por primera vez en mucho tiempo, vieron en un político a alguien que se atrevió a desafiar el statu quo.
Los partidos tradicionales siguen creyendo que todo se reduce a la eterna guerra entre “liberales y conservadores”, entre “cuarta transformación” y “viejo régimen”. Pero fuera de ese círculo rojo, existe un país cansado, decepcionado y al borde del colapso emocional. Un país que no busca banderas, sino justicia; que no quiere discursos, sino resultados.
El “movimiento del sombrero” podría marcar el inicio de una nueva narrativa política. Una donde el ciudadano común sea el protagonista y no los partidos. Una donde la valentía y la autenticidad pesen más que la propaganda. Si ese espíritu logra canalizarse, Michoacán podría convertirse en el epicentro de una sacudida nacional.
Porque aunque a Carlos Manzo le arrebataron la vida, no pudieron matar su mensaje. Y en un país donde los héroes suelen caer antes de tiempo, tal vez su sombrero termine simbolizando algo más grande que su propia historia: la esperanza de que algún día, la valentía no sea una sentencia de muerte, sino una forma digna de gobernar.