La política también es escenografía. Confronten ustedes la imagen de un anciano torpe, balbuceante y confuso con la de otro viejo, pero tan airoso y desafiante, éste, que con el rostro ensangrentado esgrime todavía el puño para cacarearle al mundo que ahí está, que ahí sigue, otra vez de pie después de que la bala de un tirador le rozara la oreja, bien plantado delante de la bandera de las barras y estrellas que ondea por encima de la multitud.
El tipo del fusil no llegó a enterarse de que su acción terminaría siendo un acto consagratorio, un ritual que no eliminaría a su procurada víctima sino, por el contrario, que la elevaría a las alturas de lo épico: inexperto, le faltó puntería y quienes sí dieron en el blanco, tras unos instantes, fueron los agentes del Servicio Secreto encargados de la seguridad del candidato.
Al autor del atentado lo mataron sin mayores trámites. No se va a poder resolver entonces, por la respuesta inmediata requerida en el momento, el enigma de por qué se apostó en una azotea para perpetrar un magnicidio.
Las redes sociales hierven con toda suerte de teorías conspiratorias. Y sí, la gente necesita imaginar que algo así resulta de muy oscuras tramas en lugar de contentarse con anodinas explicaciones. Lo seguimos viendo, aquí y ahora, en el caso Colosio: acaba de brotar a la superficie —una vez más, y a estas alturas todavía— la falacia de un segundo tirador que nadie vio y que jamás estuvo en el lugar de los hechos.
Más allá de la propensión de las personas a la sospecha —aderezada de superstición y pensamiento mágico, aunque algunos individuos alardean de que su desaforada suspicacia es reveladora de inteligencia—, el hecho es que el atentado le ha agenciado muy buenos réditos a Donald Trump.
Nunca ha sido el hombre una víctima, ni mucho menos. Más bien, ha exhibido siempre los modos de un matón de barrio, se ha burlado de personas con discapacidad, ha menospreciado a heroicos combatientes (siendo que se las apañó mañosamente para nunca acudir al frente de guerra), ha mentido sin pudor alguno, ha ofendido, ha amenazado, ha injuriado, en fin, es un tipo despectivo e insolente como el que más.
Ahora, por cortesía de un jovenzuelo desequilibrado —uno de esos tantos que salen a las calles de Estados Unidos a acribillar a sus semejantes— aparece revestido de una aureola resplandeciente y se apresta a conquistar, más cerca que nunca, la presidencia de la nación más poderosa del planeta.
Muy extraños, los designios de la historia…