3. Gobernar no es jugar una partida de ajedrez. En el manual de los líderes populistas, sin embargo, la estrategia de aniquilar al adversario político se asemeja a un jaque mate sin réplica posible.
En primer lugar, a quienes detentan el poder habría que hacerles ver que… ¡ya ganaron el juego! O sea, que se encuentran en una condición de vencedores que no necesita de otras perseverancias que las requeridas para llevar buenamente la cosa pública.
En campaña era otro asunto: ahí hacía falta denostar, descalificar y atacar a los competidores del bando contrario. Pero, una vez terminada la carrera y cosechados los beneficios de la rudeza, lo esperable es que el recién llegado se comporte con la urbanidad que merecen unos compatriotas a los cuales no se les puede negar su derecho a ser gobernados sin furores, más allá de que hayan podido votar por los otros candidatos.
Ésa es precisamente la cuestión: el ciudadano, en las sociedades modernas, no es un súbdito avasallado por un señor feudal tan prepotente como despótico sino un individuo al que se le aseguran garantías, entre ellas, la de ejercer la crítica, la de cuestionar al poder, la de expresar su descontento y la de elegir libremente a quien le parezca más capacitado para llevar las riendas de la nación.
Esa persona no debe ser objeto de la destemplanza oficialista. No es el peón ni el alfil sacrificable en un tablero. Es el digno habitante de una patria común.
4. Podríamos hacer un inacabable recuento de los personajes públicos que se han visto obligados, en tantos y tantos países, a renunciar al cargo después de serles descubiertas infracciones o de haber protagonizado algún escándalo. Los correctivos aplicados a los funcionarios no sólo son un componente esencial de la normalidad democrática sino un pilar de la ejemplaridad que debe desplegar un Gobierno al que no se le pueden suponer, por principio, vicios
morales.
Vivimos, desafortunadamente, en el reino de la impunidad y el más escandaloso cinismo. En el imperio de la mentira cotidiana florece paralelamente la realidad de que ya nada importa, de que todo vale y de que los más deshonestos se pueden salir con la suya. Las consecuencias para la vida pública de México son devastadoras. Restaurar la decencia, así sea que prácticamente nunca la hemos conocido, nos tomará décadas enteras.
Román Revueltas Retes
revueltas@mac.com