El pretexto es lo de menos. Lo que este hombre quiere es amenazar, amedrentar, ofender… Es casi lo único que sabe hacer Donald Trump, un individuo irremediablemente rústico, poco informado y egocéntrico hasta la pared de enfrente que, por alguna extrañísima razón y debido a los insondables misterios del alma colectiva, ocupa ahora la presidencia de la nación más poderosa del globo terráqueo.
Si lo dejan otros cuatro años a su aire, The Donald será bien capaz de acabar con la economía mundial, señoras y señores. Refrendado por los votantes de su país, no tendrá ya freno para ejecutar sus más oscuros y deletéreos designios: arremeterá contra todos —de hecho, ya se ha enemistado con buena parte de los líderes políticos de la comunidad internacional excepto con esos autócratas a los cuales parece rendir una incontenible admiración (subproducto, más bien, de la envidia que le provocan en su condición de tiranuelos no obligados a rendir cuentas a nadie y perfectamente capaces de eternizarse en el poder)—, tomará las más perniciosas decisiones, ejecutará a sus anchas nefarias políticas públicas e instaurará un modelo de gestión gubernamental que a los Estados Unidos le tomará décadas enteras desmantelar en tanto que se sustenta, justamente, en una estrategia de acoso y derribo de las instituciones existentes.
La comunidad de negocios se ha acomodado, en un primer momento, a los modos del demagogo populista trasmutado en jefe de Estado: él redujo los impuestos, después de todo, y se dedicó también a desmontar las regulaciones que limitan las actividades de los capitalistas depredadores, una subespecie que sigue existiendo —a pesar de todos los pesares— y que, de dejarles sueltas las riendas a los individuos que la constituyen, terminarían ellos por llevarnos a todos nosotros a una extinción, digamos, prematura (para mayores señas, propalan la especie de que el mentado calentamiento global no está aconteciendo y, a partir de ahí, promueven la permanencia de sectores como el que explota el carbón y los que persisten en el uso de los combustibles fósiles) o, en el menos ominoso de los casos, a una temporalidad hecha de contaminación ambiental, dispendio energético y deliberado atraso tecnológico.
Ocurre, sin embargo, que el tipo sigue siendo un impresentable, con todo y que haya decidido favorecer, en un primer momento, a los dueños del capital. Y precisamente por esa inocultable condición suya de individuo impulsivo e irresponsable, ha llegado ahora el momento en que el antiguo bienhechor de los mercaderes, por llamarlo de alguna manera, se está convirtiendo en una piedra en el zapato, es decir, en un auténtico destructor del comercio internacional, en un enemigo del libre mercado (asombrosamente) y, digámoslo ya con todas las letras, en un estorbo.
Ahora bien, después de todo esto, el problema de la inmigración ilegal sigue existiendo. Y, miren ustedes, no se trata ya de que nuestros compatriotas se adentren a escondidas en el territorio de nuestro vecino país del norte (como nos referimos a la gran nación norteamericana) sino que nosotros mismo estamos siendo invadidos por decenas de miles de centroamericanos que, escapando de las escalofriantes condiciones de vida que tienen en sus países, cruzan la frontera que nos separa de Guatemala y emprenden una inclemente odisea para alcanzar esa tierra prometida llamada Estados Unidos de América.
Se han vuelto, esos emigrantes, la moneda de cambio en las negociaciones para evitar que el Gobierno del susodicho Trump aplique devastadores aranceles a los productos que México exporta al mercado norteamericano. Cabe, entonces, preguntarnos qué vamos a hacer. El Gobierno de Obrador ha exhibido cierta templanza en este tema y ha adoptado, hay que decirlo, una política humanista en lo que se refiere al trato que se brinda a esos miles de extraños que pretenden cruzar el territorio nacional. El problema es que terminan por llegar, todos ellos, a las puertas mismas de una nación que está cada vez menos dispuesta a aceptar parecida invasión. Y la factura nos la están endosando, ahora mismo, a nosotros.
Lo repito, ¿qué vamos a hacer? La pretensión de imponer aranceles a uno de los principales socios de los Estados Unidos es absurda en sí misma, aparte de dañina a la economía global. Pero, pareciera que no se trata de eso —aunque una medida similar, con China, no haya resultado de ninguna inmigración ilegal ni nada parecido sino de los desequilibrios en la balanza comercial y, ya entrados, en una prohibición formal a los productos de una corporación, Huawei, acusada de “espionaje”— sino de tratar de frenar la entrada de centroamericanos (y, según parece, orientales y africanos) a nuestro vecino país. Por lo tanto, el tema a resolver no sería siquiera lo de los bajos salarios que pagan las maquiladoras, ni lo de la exportación de coches armados en estos pagos, ni lo de fabricar pantallas planas en Tijuana, sino la cuestión de la inmigración ilegal. Eso, ¿lo resolvemos nosotros? ¿Cómo?
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