Los árboles de Navidad me traen buenos recuerdos y creo que son una bonita y colorida tradición cristiana. Me gustan, siempre y cuando sean ecológicos, no causen deforestación, se reciclen y se instalen en domicilios particulares o eventualmente en empresas privadas a las que no les importa la pluralidad de convicciones religiosas de sus empleados o de sus clientes. En lo que no estoy de acuerdo es en que se pongan en instituciones públicas, las cuales deben ser neutrales en términos religiosos, es decir, laicas. Así que la discusión sobre el árbol de Navidad que se instaló en el Senado, desde mi punto de vista, pasa de largo lo esencial, es decir, la licitud o validez de instalar un símbolo religioso en un edificio público.
Para mí, el hecho, aunque se disfrace o se confunda con nuestras tradiciones, es violatorio del principio de laicidad de la República, del de separación entre el Estado y las Iglesias y de la búsqueda de igualdad y no-discriminación que los diversos órganos de gobierno deben encabezar. Así que la discusión sobre el penacho azteca y el símbolo de Quetzalcoátl, aunque interesante, me parece que solo desvía la atención sobre el asunto más importante. Porque, además, agregar un símbolo perteneciente a otra religión, como la serpiente emplumada, es típico de nuestra era secular, donde la gente mezcla todo tipo de simbologías religiosas, sin que ello les preocupe mucho o les cuestiones su adscripción a una determinada Iglesia o confesión religiosa. De hecho, el árbol de pino, como es bien conocido, es también una incorporación pagana a la simbología cristiana. Así que una raya más al tigre, es decir otra incorporación pagana, no va a afectar demasiado a este símbolo navideño.
Pero, con toda esta discusión, estamos perdiendo de vista algo más sutil, que es la tendencia indebida de muchos funcionarios públicos (como en este caso los responsables en el Senado) de confundir nuestras tradiciones con formas de normalizar la creencia de las mayorías, ignorando a las minorías, que en este país suman muchos millones. Puede no parecer grave, pero es una manera de decirle a los no cristianos (y a los cristianos, como los testigos de Jehová, que no festejan esta fecha) que son ciudadanos de segunda. Más grave aún, es usar dinero público para promover una fiesta religiosa específica. El problema central en el desempeño de los funcionarios, es la no distinción entre lo público (lo de todos) y lo privado (lo de cada quien).
En Estados Unidos hay toda una corriente de opinión que empuja a la secularización (que incluye la privatización) de esta celebración, haciendo que la gente y sobre todo los funcionarios públicos, tomen conciencia de los riesgos de discriminación que implica la normalización de una fecha religiosa como fiesta nacional. Por eso mismo, los norteamericanos tienden a favorecer el Thanksgiving o Día de Acción de Gracias, en la medida que no está atada a una religión y que permite a todos participar por igual.
Pero en México, nuestros funcionarios ni siquiera se cuestionan por estas formas veladas de discriminación. Y no pasa nada, porque las “autoridades competentes” no están para aplicar la ley.
Roberto Blancarte
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