Nunca dejará de sorprenderme el presidente Andrés Manuel López Obrador. Es extraordinaria su capacidad para asignar responsabilidades ajenas, mientras elude las propias.
El martes, el caso Ayotzinapa volvió a ocupar la mañanera. El asunto se encuentra muy lejos de resolverse, a pesar de que fue mencionado entre las cien prioridades el día que tomó posesión.
Su gobierno no ha dado con el paradero de los jóvenes normalistas, no ha logrado ubicar a quien realmente ordenó la desaparición, tampoco ha conseguido la condena de quienes, desde la autoridad, fueron cómplices de los delincuentes.
Lo más importante: no ha cambiado nada del contexto de criminalidad que, en 2014, permitió esta atroz tragedia y que, en Guerrero, aún continúa vigente.
La frustración presidencial debe ser mayúscula. Cómo no si a ocho meses de dejar el cargo, tanto la investigación como la judicialización del caso son un fracaso.
Me ha tocado dar seguimiento al expediente Ayotzinapa prácticamente desde la semana posterior a que sucedió. A partir de esta memoria es que me tiene boquiabierto que el Presidente emplee el mismo discurso que el gobierno de Enrique Peña Nieto utilizó para lavarse las manos.
En este tema, como dice el refrán, los opuestos se encontraron. Ambos mandatarios terminaron acusando a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a las organizaciones de la sociedad, a los abogados de los padres de los normalistas, a las personas juzgadoras y a la prensa como los supuestos responsables no solo del fiasco judicial, sino también de la desaparición.
Tampoco me imaginé a López Obrador defendiendo la tortura y, sin embargo, su opinión respecto a este tema ha dejado de ser ambigua. Igual que en la época de Peña Nieto y de Felipe Calderón, el actual mandatario opina que no deberían desestimarse las declaraciones de testigos y acusados por haber sido obtenidas mediante tortura.
A este respecto, dice López Obrador que la justicia “no es un asunto de procedimiento legaloide… (sino) un asunto de Estado”.
Zoom: Para el mandatario la razón de Estado debería justificarlo todo. Su sola invocación tendría que exentar a las decisiones judiciales de ser legales, apegadas a la democracia y a los derechos de la Constitución. Esta era la misma filosofía de aquellos frente a los cuales AMLO se define, todos los días, afirmando que no son iguales.