
Cuenta la leyenda que hay un duende dedicado a hacer travesuras con las leyes. Sin que nadie lo haya visto, se mete durante la madrugada entre las curules para sembrar sus trampas. (Los niños nos creemos esas historias, pero uno que otro adulto duda de su existencia).
Afirma el señor presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, que un duende hizo fechorías con el plan B de su reforma electoral y es que, durante la madrugada del miércoles pasado, la iniciativa enviada a la Cámara de Diputados sufrió una trasfiguración inesperada. Tres modificaciones supuestamente huerfanitas fueron votadas por la mayoría en el palacio de San Lázaro.
Las tres tienen beneficiarios inocultables y solo por eso cabría especular sobre la verdadera autoría de “la travesura.”
Morena y sus aliados del Partido del Trabajo (PT) y el Partido Verde Ecologista de México (PVEM) obtendrían una gran ventaja si pudiesen guardar en un cochinito los ahorros realizados en un año no electoral para utilizarlos durante los años electorales. El problema es que tal cosa está prohibida por la Constitución y, sin embargo, se regalaron el privilegio.
Otra modificación sospechosa es la que permitiría conservar el registro como partido político nacional a una fuerza electoral que lograra al menos 3 por ciento de la votación en la mitad de las entidades federativas, en vez de conseguir –como dice actualmente la legislación– ese mismo umbral considerando la votación emitida a nivel nacional. Aquí también la trampa radica en que este asunto contradice lo establecido por la Carta Magna.
Podría suponerse que el PT es el verdadero duende ya que en varias ocasiones ha estado a punto de perder el registro porque, por sí mismo, no es capaz de conseguir el requisito de sobrevivencia.
Cabe también especular con que el tercer añadido sospechoso se le debe a este instituto político ya que, en el pasado, el PT habría insistido con resucitar la figura de las candidaturas comunes, las cuales tienen como defecto que impiden asignar –por separado– los votos obtenidos por un partido que concurrió en alianza electoral.
Una vez más, este tema es del ámbito constitucional y, sin embargo, las y los diputados de la mayoría le dieron el visto bueno sin reparar en el detalle.
Ciertamente el episodio del duende dejó muy mal parado al secretario de Gobernación, Adán Augusto López, quien presumió antes y después de aprobarse el Plan B, que nada de su contenido afectaría a la Constitución.
¿Cómo fue que al responsable de la política interior se le escapó el duende?
La respuesta es sencilla: el procedimiento legislativo que su partido impuso para aprobar estas reformas fue tan arbitrario que la mayoría oficialista abrió de par en par la puerta para que San Lázaro se llenara de espectros desgraciados.
En la vida normal de esa Cámara, toda iniciativa presentada se turna a las comisiones responsables de analizarla, dictaminarla, votarla y, después de eso, enviarla al pleno parlamentario.
El artículo 40 de la ley del Congreso, entre otras normas, precisa el papel que las comisiones realizan para asegurarse de que la Cámara cumpla con sus atribuciones constitucionales y legales.
Ese mismo ordenamiento ordena la existencia de una comisión ordinaria que lleva por nombre Reforma Política–Electoral. Era del más elemental sentido común haber permitido que, al menos esta comisión, integrada por tres decenas de representantes, analizara la iniciativa presidencial.
Sin embargo, la mayoría decidió reventar el trámite legislativo y procedió a saltarse a las comisiones para coronar sin aduanas al plan B.
El oficialismo utilizó como pretexto un concepto que hace tiempo introdujo, también el PT, a las prácticas legislativas y que se conoce como afirmativa ficta parlamentaria.
Se trata de una medida extrema contra las comisiones que tardan en dictaminar. Si estas no atienden una iniciativa en un plazo razonable –por ejemplo, 30 días– entonces puede subirse directamente al pleno.
Sin embargo, en el caso del plan B, no trascurrieron ni 15 horas entre el momento en que la iniciativa presidencial arribó a San Lázaro y el momento de la votación en el pleno.
Ya encaminado en el abuso, el oficialismo se siguió de largo cuando, durante la misma madrugada, eludió otro requisito importante: la lectura del texto legislativo que habría de aprobarse. (Prácticamente se votó sin leerse).
La culpa no es del duende sino del que hace al duende. Con tanta burla a los procedimientos parlamentarios no podía esperarse que las cosas salieran bien.
Un día después del desaguisado un periodista preguntó al presidente López Obrador si lo aquí narrado se debió a que las y los diputados no le obedecieron. El mandatario respondió airado que esas personas no tienen por qué obedecerlo. Afirmó que México ya no vive la época “en que el presidente era omnímodo y que era el que manejaba todo”.
O los duendes existen, o bien la mayoría morenista y sus aliados recibieron la instrucción de violar el trámite legislativo ordinario para evitar la aduana de las comisiones y la lectura de la iniciativa con el propósito de aprobar a ciegas el plan B.
Es derecho constitucional la libertad de culto y por tanto la libertad de cada uno para creer en la existencia de los duendes. Pero también es prerrogativa legítima pedirle a quien manda que amarre a sus espectros antes de que se pongan a hacer barrabasadas.
Ricardo Raphael
@ricardomraphael