Ojos de capulín, decía que tenía. Me tardé en entender que se refería al fruto, ese que se disfruta en mermelada, ese ácido y dulce que en Hidalgo se usa como amuleto para protegerse del mal. Tengo sus ojos oscuros y agridulces. Los suyos siempre miraron cada cosa que hice, y sí fueron un amuleto contra el mal. Los míos admiraron su enormidad y genialidad.
Durante los fines de semana en la infancia lo recuerdo entre hojas de papel amarillas y plumines azules y rojos mientras le hacíamos ruido y jugábamos a su alrededor; permanecía concentrado levantando la mirada de vez en vez, hasta que llegaba el tiempo familiar. Entonces dejaba el plumín, no siempre cerrado, para sumergirse en lo nuestro.
Siempre fue exigente y con ideas muy establecidas, por eso pensé que discutiríamos mi decisión de estudiar literatura y no derecho o economía, pero no hubo discusión, siempre y cuando regresara a México a la universidad. Lo importante para él, en ese momento, era regresar a nuestro país y trabajar por y para él. Sus ojos me miraron duramente cuando le dije que contemplaba la idea de quedarme cuatro años más en Estados Unidos. Regresé a México.
Durante esos años de estudio hablamos mucho sobre “el otro” al cual nos enfrentamos en la vida constantemente y que da perspectiva. Él conocía bien la diversidad existente en las raíces de México y sabía la relevancia que tiene sobre la coexistencia y el desarrollo. Me gusta pensar que la palabra diverso la asumimos juntos en varias de esas reflexiones, pero lo que más recuerdo es que siempre concluímos que, más allá de la perspectiva, la diversidad permite construir algo más sólido.
Nunca imaginé que terminaría escribiendo sobre sus temas, economía y finanzas. Al inicio me miró con extrañeza, “¿vas a escribir sobre cómo ahorrar?” Luego se emocionó igual que yo con las finanzas personales, esta economía personal nos llevó a discutir la economía del comportamiento y compartir lecturas. Se convirtió en mi maestro de economía, uno que estaba obligado a ser muy cuidadoso para no lastimar mis sentimientos. Aprendí mucho y agradezco su paciencia, no creo que haya sido tan benevolente con sus alumnos. Me doy cuenta que a partir de ahora tendré que recurrir a otros economistas o a las definiciones y documentos del Inegi cuando surja duda porque ya no podré llamarle para corroborar los datos.
Los nietos lo cambiaron, lo suavizaron y hasta permitió lo insólito: interesarse en el futbol, tanto que se convirtió en tema de conversación durante las comidas los domingos. Me conmovió siempre verlo mirar a los nietos con profundidad y ganas de entendimiento.
Hace muy poco nos dijo: “A veces, para construir, hay que destruir”. No nos dio tiempo de ahondar en esa idea. Me la dejó de tarea y estará mirando con sus ojos de capulines cómo la resuelvo.