Hacía calor y yo sudaba cargando las bolsas del mandado. Los tiempos cambian, no me obliguen a recordárselos. Recordé escenas de Viento negro, la película de Servando González en la que unos ingenieros trazan las vías de un tren en pleno desierto de Sonora. Yo sudaba como ellos, pero los jóvenes ingenieros al menos no tenían que lidiar con un no tan pequeño ejército de cucarachas.
En mis tiempos las cucarachas eran pequeñas, pero una mutación las ha transformado en seres monstruosos y veloces. Trate usted de pisar una y verá lo que pasa. Mi hipótesis es que estos insectos han proliferado entre los innumerables restoranes de la zona, se alimentan de las sobras bifes, tortas y tacos al pastor. Por esa carga calórica y proteínica han modificado su estructura genética. Bien visto, los mexicanos también han cambiado la hélice de Watson y Crick comiendo papas fritas, churrumáis, tacos de suadero. Resultado: un país de gordos con cucarachas gigantes.
Baygón. Sudaba como Eleazar García, Chelelo, uno de los ingenieros de Viento negro. Los primeros disparos dieron en el blanco. Las perseguí con furia entre las estribaciones de la banqueta. La desbandada no se hizo esperar. Les corté la retirada con disparos certeros, largos. Las armas modernas me favorecen. En la casa de mi infancia una vez hubo chinches. No recuerdo escándalo mayor. Mi padre las combatió con flit, aquella bomba de aire que tenía en el soporte un recipiente con insecticida líquido. El químico era potentísimo, mataba insectos, perros, seres humanos, por eso mi papá usaba un pañuelo en la boca, como los bandidos del viejo oeste. Mi padre acabó con las chinches y con la casa, los muebles quedaron patas arriba, las camas fuera de su lugar, los clósets vacíos. Usó dos botellas de Raid mata bichos. No terminamos en el hospital de milagro.
Se me agotaban las municiones y sudaba como el Chelelo, Enrique Aguilar y Enrique Lizalde al mismo tiempo. Viento negro se hizo fama de gran película. A mí me parece un bodrio acalorado. Los cinco ingenieros siempre están de mal humor. Elías Moreno dice frases sabias y perfectamente inútiles en un desierto calcinante. Los ingenieros se comunican a la ciudad por medio de un radio viejo, de la segunda guerra mundial: ¿Me escuchan?, cambio. ¿Alguien nos oye?, cambio. De pronto, Elías Moreno dice una obviedad imperdonable: ¡Estamos incomunicados!
Penetrante olor a Baygón. Algunas movían las patas, últimos estertores. Voy a aislarme en mi habitación, un cuarto de guerra, pero ahí la temperatura asciende a 33 grados. No me importa. El teléfono no deja de sonar, el timbre jode y jode. El acabose.
Rafael Pérez Gay
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