Tienen razón los críticos duros de Ricardo Peláez de que, tras casi tres años de su llegada como mandamás deportivo de las Chivas, no se puede apreciar que este directivo le haya aportado nada de lo bueno que se esperaba.
Peláez llegó al Guadalajara con el prestigio que adquirió como directivo del América y del Cruz Azul. Con el primero fue campeón, con los segundos destacó por haber realizado una reconstrucción profunda y muy atractiva. En ambos planteles, dos de los más poderosos económicamente del futbol mexicano, contó con un presupuesto muy alto para adquirir refuerzos.
Casi la misma inversión ha tenido con las Chivas, pero todo le ha resultado cuesta arriba. Malos rendimientos, lesiones, indisciplinas. Y pretextos, quejas y, finalmente, disputas.
El proyecto de Peláez ha carecido de definiciones básicas, como la de a qué estilo se juega o a cuál se pretende jugar. Prueba de ello es el desfile de entrenadores bajo su mando, todos ellos de formación e intenciones muy diferentes. Si la idea era la de que “el hombre hiciera el estilo”, es verdad que los malos resultados han interrumpido los distintos procesos, obligando a los despidos y la llegada de relevos emergentes. Pero también es cierto que, con las prisas encima, no se ha tenido la capacidad de ser congruentes. No se ha notado la mano de ese directivo experto e intenso.
Esa intensidad y concentración con la que Peláez destacó en sus otros proyectos es la que plantea como inexplicable la indisciplina puntual de varios de sus jugadores que ha contaminado al club. El último episodio hace unos cuantos días, cuando al menos tres de los jugadores del primer equipo fueron retratados en un palenque, sinónimo de festejo y destrampe.
Se antoja que lo mejor que pudiera hacer el presidente del equipo, Amaury Vergara, es buscar a un nuevo comandante que le dé nueva ilusión a los millones de aficionados que tiene este club. Y Peláez debería de realizar una seria autocrítica. No está mal reconocer los fracasos.
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