La propaganda actual, fomentando la lactancia materna, parecería un asunto natural; hoy pocos se espantan cuando ven a una mujer dando pecho a un recién nacido en la vía pública.
Mucho de lo que queda del pudor de lactar públicamente se lo debemos a la visión erótica de los pechos femeninos; todo eso plasmado en la literatura; por ejemplo, Henry Miller: “Unas tetas que te dan ganas de hacer dieta de leche exclusivamente”.
Pero más allá de estas consideraciones, la lactancia materna no siempre fue tan popular como en el presente; de hecho antaño, hace siglos, el empleo de madres sustitutas para lactar, como las nodrizas, predominaba en las familias adineradas; podían contratar varias nodrizas; estas eran alojadas en la casa y permanecían ahí durante meses exclusivamente para lactar a niños ajenos.
Con el tiempo, las nodrizas cayeron en desuso, por costosas y por lo incómodo de sus chismes domésticos.
Con la aparición del biberón, las cosas se revolucionaron; ahora la mujer podría alimentar a sus hijos sin descubrir sus pechos, además lo hacía en cualquier lugar y a cualquier hora.
El movimiento feminista se apoderó del biberón, y proclamaba: “Cualquier cosa que permita a la mujer ejercer su libertad para trabajar al igual que el hombre será bienvenida”.
Como siempre, las farmacéuticas aprovecharon esta situación para hacer su agosto; diseñaron millones de botes de leche “materna” en polvo que distribuían por todos lados.
Pasado el tiempo, todo esto se vino abajo cuando se demostró que: Ninguna leche artificial es igual a la leche materna.
La leche materna favorece el crecimiento y desarrollo del niño, reduce las infecciones, los hace más inteligentes, y con menor riesgo de obesidad diabetes y cáncer.
Además, es gratuita. Es cierto, aun nos falta ver lactarios o espacios públicos y laborales para alimentar al recién nacido; todavía sólo 1 de cada 3 recién nacidos recibe pecho materno por lo menos 6 meses.
En ello influyen creencias socioculturales y estéticas de la madre.
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