Parafraseando —de manera muy libre— al escritor Rubem Fonseca, podemos decir que muchos de los males que padecemos en América Latina tienen su origen en que desgraciadamente tenemos una acusada falta de conciencia del ridículo y eso aplica a México y, sin duda, a mucho de lo que vimos en torno a la reciente visita del papa Francisco.
¿De qué otra forma podría explicarse la recepción que se le dio al jefe del Estado vaticano en el nuevo hangar presidencial a su llegada a la Ciudad de México, con un espectáculo más propio de un programa de variedades televisivas que de un acto protocolario en el que ni siquiera se cuidaron con discreción y mesura los códigos de vestimenta a los que obligaba la más elemental cortesía, no se diga el trato diplomático?
O ¿qué se puede decir de la forma en que representantes populares y funcionarios públicos —de todo tipo de origen político e ideológico—, que deben respeto al Estado laico, se desbocaron por tomarse una foto o vincularse de alguna forma a la gira papal y exhibirlo en los medios para sacar raja de la visita de Francisco sin importarles en absoluto el respeto a los mexicanos que profesan otras religiones o ninguna y sin considerar siquiera la distancia que deben mantener de cualquier credo por su función pública?
Pero no solo ellos caben en ese costal. También entran los que desde la trinchera opositora y antirreligiosa se esforzaron por incrustarse en la agenda de Francisco para también arrimarse la luz de los reflectores que apuntaban al papa y aprovechar para continuar con su confrontación con el gobierno; al igual que los medios, que en su mayoría desplegaron una cobertura acrítica y obsequiosa, más consecuente con la alta jerarquía católica que con una sociedad lastimada y en crisis.
Por eso es de agradecer que, con sus limitaciones, el papa Francisco en sus mensajes tocara esos temas que son el origen del sufrimiento de los muchos mexicanos que viven a diario la injusticia, el crimen, la corrupción, la enfermedad y la pobreza y que nos hunden en la desesperanza. Así las cosas, y como pasa mucho en México, el ejemplo viene de afuera y termina exhibiendo nuestra ridícula y dolorosa realidad.
nestor.ojeda@milenio.com