El pasado martes 14 de abril partió a la vida eterna un gran mexicano que dejó huella de su ejemplo de vida familiar y política: Ignacio Pichardo Pagaza, nacido en Toluca en 1935, de ciudadanía universal.
Como muchos lectores lo saben me unió con él una amistad desde muy joven. Lo conocí en 1967, tenía apenas 19 años y estudiaba en la UNAM, Ciencias Políticas. Mi amigo Julián Salazar Medina me llevó a conocerlo y nos incluyó en su grupo de ayudantes. Nacho era diputado federal y presidía la Comisión de Hacienda y Cuenta Pública, como se llamaba entonces. Ahí conocí también a José Merino Mañón, ser humano y profesional de las finanzas públicas, a Gabriel Ezeta Moll, abogado y sensible político, y a otros amigos que podría llenar el espacio de esta columna y faltaría. Conocí también a su gran compañera, la distinguida Julieta Pichardo, admirable mujer que supo hacer una gran Familia, luego a sus hijos: Ignacio, buen amigo, con vocación por la política; Julieta, brillante profesionista; y Alfonso, con gusto e inteligencia por la música.
Hay en la vida del mundo, como en la de los seres humanos, días aciagos, como dice la novela de Alfonso Reyes, que nos llenan de consternación, en un duelo que ni espera, ni pretende consuelo alguno. Aunque muchos familiares, amigos, colaboradores y admiradores de Ignacio teníamos afán de acompañarlo en su funeral de despedida, para recoger ese llanto que surge de un dolor compartido, haciendo grande la manifestación de nuestra pena, las medidas restrictivas de nuestras actividades lo impidieron.
Coincidió con esta situación que padece nuestro México querido, por una de esas terribles aflicciones, la pandemia que nos mantiene distantes y encerrados en casa, para prevenir y evitar males mayores, impidiéndonos expresar el sentimiento de ese dolor profundo, inmenso cuando ha muerto un ser humano de la época, cuando deja de existir uno de nuestros seres predilectos, creador de instituciones, formas de hacer política, de ejemplar paso por la administración pública, principalmente del Estado de México, respetabilidad por el servicio público, quien cumplida su obra a cabalidad partió hacia la senda de la vida eterna.
Ofrezco disculpas a nuestros lectores, porque no encontré expresiones satisfactorias que cumplan mi deseo, ni el de quienes le conocimos para elogiar su vida, ni tampoco para explicar el sentimiento de dolor que nos embarga. Estoy convencido que practicar sus enseñanzas, su ejemplo, será el mejor elogio, el más certero del ser humano que nos llenó de vida, con su austera severidad, sus virtudes privadas, su obra escrita en muchos temas, su paso ejemplar por tan diversos cargos públicos, principalmente el de gobernador del Estado de México. Termino recordando su respuesta a una pregunta que algún día le hice: ¿Cuál es la mejor manera de hacer política? De inmediato, sin titubear, seguro, me contestó: el trabajo. Servir a los demás con honestidad y verdad.