Hace un par de años, la poeta Sara Uribe decía en conferencia que cuando la violencia estalló en la cara de todos durante el periodo de la llamada “guerra contra el narco”, su escritura se agrietó.
El lenguaje, el de ella y los tamaulipecos que veían de frente el horror de las desapariciones, se derruyó. Escribir, decía, jamás volvió a ser igual. Su mirada poética se refractó; de las formas purificadas y preciosistas viró hacia el cuerpo y la voz, de ella y las víctimas. Su poesía se politizó.
Evoco estas palabras de la autora de Antígona González con la intención de comprender por qué cuando las mujeres decimos que lo personal es político nos referimos a que hasta en los actos más nimios de la vida cotidiana nuestros cuerpos están en juego.
Con ellos cuidamos y procuramos a las y los hijos, a los familiares y enfermos cercanos; gestamos, reproducimos la vida y nos ocupamos de los afectos propios y ajenos; con ellos trabajamos, salimos a las calles y ocupamos el espacio público.
Desde el cuerpo, sabemos bien, nos exponemos al acoso, al maltrato, la violación y el feminicidio.
Investigaciones como la de Silvia Federici (Calibán y la bruja) han demostrado que el cuerpo de las mujeres ha sido botín de guerra, territorio de conquista y blanco de una histórica “caza de brujas” que estratégicamente degradó a la mujer al ámbito exclusivamente privado y reproductivo, para consolidar la división sexual del trabajo y el sistema capitalista.
Hace varios años, una reconocida escritora se lamentaba, desde la comodidad del privilegio, por el hecho de que tantas mujeres brillantes tuvieran que intercambiar ideas complejas por posturas y protestas.
Creo que hoy, más que nunca, no podemos no politizarnos. Miles de mujeres encabezamos hoy la llamada “cuarta ola del feminismo”.
Algunas nos hemos formado teóricamente y nos asumimos activistas; otras más pequeñas y aguerridas, apenas unas adolescentes, toman las calles, increpan, encaran con valentía a responsables e instituciones cómplices y negligentes por los casos de feminicidio, acoso, desaparición y vejación sistemática de sus amigas y familiares cercanas.
Así lo han hecho las chicas de las prepas 9, 7 y 3 de la UNAM; así lo hizo Sofía Vázquez cuando denunció con enorme coraje y entereza al hermano lasallista adscrito al Instituto Francés de La Laguna por haber abusado sexualmente de ella durante un programa de voluntariado.
Así lo han hecho las impávidas estudiantes universitarias que desde el pasado 4 de noviembre tomaron las instalaciones de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, llenas de rabia e indignación por la negligencia y la omisión de las autoridades ante una violencia estructural que las ata a diario.
¿Nos sirve, les sirve a las y los estudiantes memorizarse a los griegos, solazarse con un soneto de Sor Juana, escribir un ensayo sobre metafísica o familiarizarse con el método pedagógico de Paulo Freire?
Me desvío un poco para responder la pregunta. La violencia de género atraviesa nuestros cuerpos todos los días en prácticas cómplices y naturalizadas, las mismas que permiten que 10 mujeres sean asesinadas al día en este país, y que el 75% de los delitos sexuales sean perpetrados por varones.
Las estudiantes paran, nos increpan y enseñan, entre otras lecciones relevantes, que las ideas son las armas con las que nuestros cuerpos luchan: para eso se estudia, se piensa, se siente.
A ellas les debemos una histórica reforma al Estatuto General de la UNAM, que desde el pasado 12 de febrero considera la violencia de género como falta grave.
De ellas hay que recordar, como señala Walter Benjamin, que no hay derecho sin violencia y resistencia que lo funde. La lucha por nuestros derechos, los de todos y los de las mujeres, es y será aguerrida.
Ellas nos enseñan que el conocimiento está atravesado por las circunstancias, no por absolutos ni universales. Nos dicen que nuestra causa es justa y legítima porque, como dice Ángela Davis, nos mueve la idea radical de que las mujeres somos personas.