Encuentro varias razones para no consumir sopas instantáneas, destacando su poca calidad nutritiva, los empaques desechables de dudosa sanidad y el exceso de sodio que me resulta de sabor desagradable. Pero independientemente de mis preferencias alimenticias y requerimientos nutricionales, estoy convencida de que la prohibición de su venta sin verse acompañada de políticas de promoción de la nutrición no son más que un engaño de corto plazo.
Para la población mexicana se han probado varias estrategias para erradicar problemas de salud pública: le pusieron impuesto a los refrescos y bebidas azucaradas, fotos grotescas gore a las cajetillas de cigarros y hasta enigmáticos sellos negros a las papitas. Nada de eso reflejó un impacto significativo y mucho menos, uno que perdurara.
La alimentación, así como todos los aspectos asociados a la salud, representa decisiones que se toman en torno a varios factores contextuales. El difícil acceso a alimentos más nutritivos en lugar de las famosas sopas “sólo agregue agua” es uno de ellos. Es más fácil entrar a una tiendita que las venda a encontrar un lugar que venda opciones igual de rápidas, portables y llenaderas. Los costos de los lugares con platillos etiquetados como saludables suelen ser de costos alzados.
El tiempo para cocinar y la calidad nutricional parecen ser lujos que las familias mexicanas no podemos pagar con la precariedad en la que vivimos, con las largas jornadas laborales y los trayectos a casa.
Así que es importante la educación social para que la población sepa que comer sopas instantáneas no es la opción más saludable, pero ciertamente hace mas daño centrar la discusión en los productos con una mirada reduccionista de los problemas de salud.
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