¿Nuestro planeta guardará en sus entrañas memoria? Cada 19 de septiembre íbamos a la tumba de Rockdrigo, se le dejaba una bachicha de cigarro, entre algún orificio de su lápida.
En silencio, con nuestras historias a cuestas, volaban los pensamientos, después, enfilábamos a la morada del señor Adolfo Castro en la colonia Jardín; su casa tenía un patio que le apodaban Xilitlita, y era punto de reunión de pintores, restauradores, poetas, amigos que se llevaban bien con el animador cultural, porque siempre había en su mesa, buena platica, además cocinaba un caldo gallego espectacular. Su hermano Luis tocaba el violín y era de los cercanos a la covacha que Rockdrigo tenía en la calle Eucalipto.
Las primeras canciones grabadas por el profeta del nopal circularon en cassettes caseros, que se pasaban entre amigos. Coreábamos mucho “¡No tengo tiempo de cambiar mi vida!” En la letra hay una alusión a los espacios cibernéticos, cuando ni la internet existía.
La música sacude la memoria, la piel se adelgaza para abrir los poros y las heridas. Vas por un sendero lejano, y ¡Zaz! Regresa ese instante al que le huyes. ¿Ha experimentado esa sensación?
Cuando vinieron Amparo Ochoa y Pablo Milanés por primera vez al puerto, los recibimos en el aeropuerto con banderas de Cuba y México, pintadas a mano; una de ellas estuvo un tiempo en el librero, deshilachada como la esperanza de que el mundo cambie.
Resulta que Pablo no llegó ese día. Amparo y músicos estaban muy contentos, los trovadores huastecos improvisaban versos para ellos y se armó el convite. Al día siguiente “La voz de México” inició con una melodía del Rockdrigo: El canto de los vientos de la huasteca / es costa, montañas y la hoja seca / entre caña, tabaco y pescado frito / el huapanguero llega alegrando a todos con su ritmo / se las dedicó a los compas, así lo dijo, que le habían alegrado su llegada al trópico con jaranas y violines.
Parece que la melancolía se asoma, es un sismo que mueve los recuerdos, despliega su manto poroso, en días de lluvia le damos oportunidad de entrar. Ha pasado tanto tiempo de esta anécdota, tal vez es sólo una brizna añeja de rocío, para evocar a los que ya no están.
O como el verso de Neruda para decirnos que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Carpe diem. _