El hombre que coleccionaba dolores
Eliminado del Abierto de Australia, Nadal se sentó en la banca, guardó su raqueta, bebió agua, recogió su cinta, dobló su camisa empapada, cerró la bolsa, clavó los ojos en el suelo y pensó: tengo que volver a empezar. El dolor en la cadera le impedía competir. Además de títulos, este hombre colecciona dolores. Minutos después recorrió ese camino de apenas unos metros, pero que a su edad, se vuelve eterno entre la cancha y el vestidor. Nadal cargó la mochila con el hombro derecho, y con el izquierdo, arrastraba un costal de toallas que jamás va a tirar. Las cámaras del torneo le siguieron por el pasillo, el tenista subió por las escaleras y al cruzar la puerta, todos nos preguntamos si volverá. Esa noche, Nadal volvió a demostrar que además de ser un extraordinario ganador, es un grandioso perdedor.
Los hombres del desierto
Los árabes, conscientes del tesoro que se llevaron, decidieron regalarle al futbol una última noche de Messi y Cristiano. Enfundados en los uniformes extraoficiales de Qatar y Arabia Saudita, los mejores jugadores de la última época comparecieron en un amistoso organizado sobre una alfombra mágica. Como los genios de la lámpara salieron al frotarla y en 60 minutos, nos ofrecieron, probablemente, el último baile de su carrera. En un partido árido como el desierto, Messi y Cristiano encontraron el agua que purifica y lava el honor del juego. Tratándose de un amistoso sin trascendencia, supieron mantener la estampa de líderes en un deporte que ha dominado la tierra. Hay una gran lección escondida dentro de todo este montaje: deportistas como este par, no saben distinguir entre un partido amistoso y un partido oficial; para ellos, el fútbol es una competencia constante. Cuando miremos atrás dentro de unos años, nos daremos cuenta lo importante que fue Messi para Cristiano, Cristiano para Messi y los dos para nosotros.
José Ramón Gutiérrez Fernández de Quevedo