Terminó la era Qatar y arrancó la de Arabia Saudí; al finalizar el Mundial el interés por el futbol se apagó en el emirato y se encendió en el reino con diferentes propósitos, distinta estrategia, pero el mismo objetivo: lavar la imagen de un régimen absolutista convirtiéndolo en un atractivo centro de entretenimiento deportivo.
La Liga Saudí fue paciente, esperó que la fiesta del vecino terminara y entonces decidió producir su propio show, manteniendo el flujo de dinero de oriente a occidente.
A tan solo 700 kilómetros de la última gran sede FIFA, los saudíes decidieron montar una sucursal de la UEFA. No es lo mismo organizar una Copa del Mundo que desarrollar una Liga de alta competencia; parece más sencillo hacer lo primero que lo segundo, pero en ambos casos el éxito lo determinan dos factores: el paso del tiempo y el monto de la inversión.
Los árabes, capaces de esperar mil y una noches, no tienen ninguna prisa y les sobra todo el dinero: así que esto no ha hecho más que empezar. Encabezado por el príncipe heredero Mohammed Bin Salman Bin Abdulaziz Al Saud, el plan de negocio para convertir un campeonato intrascendente en uno de los más fascinantes y emocionantes del mundo, no lleva invertido ni el 1% del costo total del Mundial de Qatar: 220 mil millones de dólares sin contar los gastos no oficiales de promoción como la fundación de la cadena de televisión Bein Sports, los patrocinios encubiertos de Qatar Airways y la compra del PSG.
Si la intención del príncipe saudí es colocar en el mercado del futbol una cifra parecida a la del emir qatarí, entonces en un par de décadas las Ligas europeas serán un enorme semillero árabe. Pero si su ambición no es tan grande, y el príncipe decide que con un 25% del costo de Qatar es suficiente, dentro de unos años tendrá a su Liga compitiendo entre las mejores.
Neymar y Mancini fueron los últimos en llegar, mañana llegarán más.