“Te presento a José Emilio Pacheco, es poeta”, le dijo Carlos Monsiváis a Cristina Romo una mañana de finales de los años cincuenta en la explanada de Ciudad Universitaria. Monsiváis y Cristina se habían hecho amigos en la Facultad de Filosofía y Letras, donde ella estudiaba y él, alumno de Economía, acudía a tomar una clase de latín.
Cristina y José Emilio, también inscrito en Filosofía y Letras, nunca habían coincidido, pero a partir de entonces sus encuentros se hicieron frecuentes, sobre todo porque, además de estudiar, ella trabajaba en la UNAM, primero en Servicios Administrativos y luego como secretaria en el décimo piso de la Torre de Rectoría, donde estaban las oficinas de Difusión Cultural y en el cual se reunía un gran número de escritores, José Emilio entre ellos.
Una noche, después de asistir a una exposición de Picasso, se hicieron novios. Se casaron en 1961 y desde el principio decidieron no depender de nadie sino de su trabajo para salir adelante. Él era un escritor en ascenso cuando ella comenzó a publicar reseñas, entrevistas, historias de personajes populares. José Emilio la alentó en su carrera y vio con orgullo sus logros, primero como periodista y escritora y luego como conductora de radio y TV. Cuando comenzó su programa Aquí nos tocó vivir, al regresar a casa le pedía: “Dime todo lo que oigas en la calle, todo lo que veas, cuéntamelo. Qué te dijeron, con quién hablaste, qué dulces están vendiendo”. Ella le contaba y él la escuchaba con avidez.
Por eso, en 2009, cuando recibió la Medalla 1808 otorgada por el gobierno del DF a sus ciudadanos ilustres, en un salón del Antiguo Palacio del Ayuntamiento, con la mirada puesta en su esposa, sentada en la primera fila, José Emilio dijo: “Cristina la merece más que yo, porque nadie como ella ha documentado en prosa, en diálogos y en imágenes lo que han sido los pasados 30 años de la vida de esta ciudad”. Dijo también: “ella le ha dado voz a los que forman el coro de esta ciudad sin límites ni fronteras”.
Lo sabemos todos: sin ella —cuando menos por ahora—, el coro de la ciudad guarda silencio.
Queridos cinco lectores, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.