El 17 de noviembre de 1957 irrumpió como un tsunami en los anales de la criminología. Un taxidermista solitario de Plainfield, Wisconsin, es detenido como sospechoso de la desaparición de la señora Bernice Worden.
Cuando la policía registra la granja de Ed Gein encuentra lo que quedaba del cuerpo de Worden: colgaba de los tobillos, estaba decapitado, abierto en canal y sin vísceras.
Pero otros secretos de Gein salieron a la luz: era un ladrón de tumbas que poseía una colección de diez calaveras, que ahora utilizaba de tazones y ceniceros; además de pantallas de lámparas y asientos hechos de piel humana.
Los órganos de la señora Worden fueron hallados en uno de los compartimentos del refrigerador, así como un cinturón de pezones humanos, una caja de zapatos con nueve vulvas y un vestido de piel humana con senos y vello púbico que el sospechoso –señaló— utilizaba en algunas noches para bailar bajo la luna llena.
Las autoridades de la época enfrentaron en Ed Gein a un asesino cuya nomenclatura “serial” aún no existía y a un ladrón transgénero de cadáveres que, a falta de una cirugía que hiciera el cambio, se colocaba un vestido de piel humana a la manera de disfraz.
Investigaciones ulteriores revelaron que Gein, al igual que muchos homicidas reiterativos, vivió domesticado por una madre de profunda religiosidad que impidió a toda costa que su hijo fuera “contaminado” por mujeres.
En el artículo “Psychopathia Transexualis: Conservative and Radical Investments in the Transfeminine Serial Killer”, publicado el 7 de agosto de 2015 en la revista Medium, la periodista Will Lloyd, especialista en temas de transexualidad, explica que Ed Gein, más que ser un homicida transgénero, es un “asesino serial transfemenino”, cuya violenta misoginia fue alentada por su madre, Augusta Gein. “Ella es el verdadero monstruo”, señala en el texto la comunicadora.
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