Es natural que un líder político busque un sucesor que siga sus pasos. Mucho más aún en el caso de uno como Andrés Manuel López Obrador, quien está convencido de que ha puesto las bases para una transformación histórica de la magnitud de la Independencia, la Reforma o la Revolución mexicana. Que no sea efímera depende en gran medida de la continuidad y avance de los cambios imprimidos, es decir, de lo que hagan sus inmediatos sucesores. La lógica indica, entonces, que el Presidente se inclinará por aquel que garantice una mayor lealtad a su programa político. No es de extrañar que propios y extraños señalen a Claudia Sheinbaum, alcaldesa de la Ciudad de México, como el candidato con mayores posibilidades para quedarse con la designación. Ella ha crecido a la sombra del propio movimiento obradorista, a diferencia de los otros precandidatos que poseen una carrera política propia, algo que, si bien les proporciona contactos y recursos personales en la escena política nacional, genera desconfianza al interior del primer círculo de Palacio Nacional.
Y como nadie pone en duda que Morena decidirá su candidatura presidencial para 2024 en función de lo que diga su líder y fundador, en esta ocasión la competencia no reside en una pasarela para asegurar un posicionamiento frente a la opinión pública o ante el resto de los factores de poder, sino en una batalla para convencer al único elector que importa, al menos en la primera ronda de la sucesión presidencial.
Siendo así, corremos el riesgo de que la lucha por la candidatura al interior de Morena se convierta en un torneo para dilucidar quién resulta más papista que el papa. En las últimas semanas ya hemos visto a Sheinbaum, quien en los primeros tres años estuvo esencialmente concentrada en las tareas de gobierno capitalino e intencionalmente distante de toda polémica ajena a su gestión, involucrarse ahora en toda coyuntura que le permita abogar a favor de una opinión del Presidente, venga o no al caso.
Por su parte, Marcelo Ebrard, otro connotado aspirante, no ahorra oportunidad de declararse soldado del mandatario. No es casual que en las Mañaneras sea el funcionario que en más ocasiones intercala las consabidas frases “por instrucciones del Presidente” o similares, al hablar de sus actividades. Aunque sea el personaje con la trayectoria de más reconocimientos políticos en el gabinete, rival del propio López Obrador en la candidatura de 2012, o quizá debido a ello, es también el más disciplinado a las directrices que emanan de Palacio Nacional, aun cuando eso en ocasiones vaya a contrapelo de sus propios criterios de política exterior, en su calidad de canciller. Ebrard sabe que, a pesar de estar en desventaja frente
Sheinbaum, tiene alguna posibilidad de quedarse con la estafeta si el Presidente determina que su pupila no asegura el triunfo en la batalla final frente a la oposición o que carece de las habilidades para navegar en las aguas turbulentas del próximo sexenio. Pero incluso en tal caso, esa opción sería descartada si es vetado tajantemente por el primer círculo, en el cual se encuentran la esposa, los hijos y los colaboradores del día a día del Presidente, quienes no lo consideran uno de los suyos. Algo que el también ex alcalde de la ciudad ha intentado remontar durante tres años.
Por su parte, el tercero en la disputa por el poder, Ricardo Monreal de plano descartó este camino para hacerse de la candidatura. Al igual que a Ebrard, le estorba una trayectoria política independiente del obradorismo, pero a diferencia de él no pertenece al gabinete y, por lo mismo, no puede presentarse como un colaborador incondicional del jefe de gobierno. Su papel como líder del Senado lo obliga, al menos en la forma, a guardar un mínimo de autonomía, algo que a la postre ha dañado seriamente sus aspiraciones. Consciente de ello, en las últimas semanas ha intentado convertir en virtud tal desventaja. Ahora busca presentarse ante la sociedad como la opción de una especie de obradorismo light, capaz de incorporar a su agenda las preocupaciones de sectores progresistas lastimados o dejados de lado en este sexenio. Una línea por demás riesgosa, pero quizá la única que le resultaba posible.
Ahora bien, se ha dado por sentado que el Presidente se inclinaría por un sucesor radical, considerando que es la tendencia que predomina en su entorno inmediato, pero habría que tener en cuenta que no fue ese su criterio al seleccionar a los hombres y mujeres que lo acompañan en el gabinete. Y los pocos elegidos de esas corrientes como Irma Eréndira Sandoval, ya despedida de la Función Pública, y Hugo López-Gatell en la subsecretaría de Salud, resultaron compañeros de viaje incómodos. El Presidente no necesitó de colaboradores radicales porque él mismo asumió la tarea de radicalizar o suavizar el tono y el contenido, de acuerdo con las necesidades de la gestión política. No está claro qué criterio terminará prevaleciendo en su ánimo a la hora de elegir a su sucesor: alguien ideológicamente fiel a los principios del obradorismo o alguien con habilidades para bregar frente al resto de las fuerzas políticas cuando él ya no esté al frente. Como en tantas otras cosas, con López Obrador no hay apuestas seguras. Un terreno resbaladizo sobre el que tendrán que deslizarse los precandidatos y sus cuartos de guerra.
@jorgezepedap