
Para no perdernos en alegorías, intentemos al menos ponerle número. Entre sábado (en 20 estados) y domingo (los 12 restantes) se instalaron 553 centros de votación o asambleas distritales para elegir a los 3 mil congresistas nacionales de Morena. Esto es, 10 por distrito electoral. Se trata de una elección clave, porque los delegados que surjan de aquí constituirán la máxima autoridad colectiva del poderoso partido. Una vez instalado este congreso, el 17 y 18 de septiembre, se elegirá a los miembros del Consejo Nacional y algunas posiciones del Comité Ejecutivo. No solo eso, los delegados de cada estado también designarán a las autoridades locales de Morena, incluyendo al comité ejecutivo y presidente estatal. En otras palabras, este fin de semana estaba en juego la futura correlación de fuerzas al interior de Morena. El desempeño que hayan tenido en esta elección los miembros de cada una de las corrientes, tribus y grupos de interés que existen en Morena será decisivo para crecer, disminuir o incluso desaparecer. Las autoridades que estos congresistas elijan en septiembre serán decisivas para definir a los candidatos a gobernar ayuntamientos, entidades y presidencia del país, por lo que respecta a Morena.
El Presidente afirmo que “de los 553 centros de votación, solo se cancelaron 19, es decir, 3.43 por ciento, y de los 300 distritos solo se tienen que anular cinco, 1.66 por ciento”. Son muchos o son pocos según se le mire. Para efectos de una elección organizada por el INE es una proporción reprobable, altísima, desde luego. Pero equivale a comparar peras con manzanas. Los comicios oficiales involucran a miles de funcionarios y representantes de todos los partidos, presupuestos de otra escala y atribuciones para movilizar a cientos de miles de ciudadanos. Con recursos infinitamente más escasos, Morena se las arregló para que 2.5 millones de personas pudieran sufragar, aun cuando en el caso de 80 mil de ellas sea necesario repetir el ejercicio por las irregularidades encontradas.
En redes y espacios informativos han circulado imágenes que muestran enfrentamientos violentos entre grupos contrarios, presumiblemente pertenecientes todos ellos a Morena. Se afirma que eso prueba la ilegitimidad de estas elecciones, en particular, y la barbarie o primitivismo que reina en este partido, en lo general. Pero un examen de estas imágenes muestra que se trata de la reiteración de solo cuatro sitios o menos de 1 por ciento de los centros de votación. Lamentable como es, tiene que asumirse que en 99 por ciento restante no hubo imágenes de violencia que grabar, partiendo del hecho de que todo portador de un celular es un potencial cronista gráfico.
Si la violencia debe ser circunscrita a estos incidentes, lo cual no lleva a minimizar sus implicaciones pero sí a dimensionar su extensión, el acarreo, sin embargo, parecería haber sido mucho más generalizado.
Lo que estaba en juego hace suponer que cada gobernador (ahora hay 21 de Morena), cada presidente municipal, cada fracción local o nacional haya buscado colocar a los suyos. El incentivo para llevar gente a las casillas fue aún más evidente por la mecánica con la que operó esta elección.
Los dos millones y medio que participaron lo hicieron a razón de 4 mil 700 promedio por centro de votación u 8 mil 300 por distrito. Pero a diferencia de una votación normal, en este caso no se necesitaba ganar más votos que el resto de los postulantes, sino simplemente quedar entre los 10 primeros. Esto significa que en un distrito en el que el primero obtuviera mil 500 y el segundo 900, por ejemplo, al número 10 le podrían bastar 300 o 400 votos; es decir, no necesariamente la décima parte, para convertirse en congresista nacional. Una meta alcanzable para cualquiera que pudiera convencer a los suficientes amigos, parientes, vecinos, empleados, colegas y conocidos. En los casos más perversos eso implicó movilización de burócratas por parte de autoridades y/o acarreo de vecinos a cambio de remuneraciones en metálico; en su versión más anodina significó un trabajo de convencimiento no muy distinto al que se realiza en un concurso de la más bella del ejido. Se trató de elecciones en las que carecía de sentido la publicidad abierta y todo dependía del trabajo personal; es decir, llevar votantes, cosa que algunos hicieron de manera legítima y otros no.
Una segunda diferencia es que no se votó sobre boletas que incluyen ya el nombre del candidato y en las que basta con cruzarlo; acá exigían al votante recordar el nombre completo y escribirlo correctamente, pues de lo contrario el voto se declara nulo. Esto llevó a que prácticamente todos los candidatos imprimieran etiquetas con su nombre para repartirlo entre potenciales votantes. La denuncia reiterada en imágenes de tantas personas haciendo cola con un papelito en la mano no significaba necesariamente que se tratase de un votante pagado, o por lo menos no en la mayoría de los casos.
Otra diferencia con respecto a unos comicios normales es que no se operó con un padrón electoral, y ni siquiera se exigió pertenecer a Morena. Bastaba portar credencial del INE y su copia, llenar un breve formulario y formarse a tiempo para alcanzar a votar antes de que se agotaran las boletas. Márgenes muy amplios para la operación política, desde luego.
En suma, ni tanto que queme al santo ni tanto que no lo alumbre. Me parece que las dos partes tienen motivos para preocuparse. Morena, está claro, tiene un largo camino para que sus prácticas estén a la altura de la prédica moral de su líder y fundador. El propio López Obrador lo reconoce así; su retiro en 2024 extiende inevitablemente un manto de incertidumbre sobre el futuro comportamiento del partido. Hay un esfuerzo visible para conseguir que sean las mayorías las que tomen las decisiones, pero son evidentes los esfuerzos que los políticos realizan para manipular el proceso en su favor.
Y por lo que respecta a los críticos del obradorismo y más allá de esta oportunidad coyuntural para desgastarlo, tendrían que asumir los otros datos que arroja este ejercicio. Una capacidad de convocatoria y movilización enorme y a lo largo de todo el territorio nacional. Una fuerza que está a años luz de cualquier otro partido y deja ver que por el momento la batalla por la geografía y por la demografía ha sido ganada por el partido en el poder. Una jornada de claroscuros que no admite lecturas fatalistas pero tampoco fanfarrias.
Jorge Zepeda Patterson@jorgezepedap