La intención se agradece, pero en su primera versión se está quedando a medias. Las encuestas para definir a los candidatos a gobernar son mejores que los arreglos entre cúpulas de los partidos, sin duda. Pero la manera apresurada, sin debates ni propuestas entre candidatos, ha convertido a las campañas en un torneo de reconocimiento de nombre, es decir de propaganda, es decir de dinero.
En los últimos días el paisaje urbano en las nueve entidades que cambiarán de gobernador en junio se ha cubierto con las caras y nombres de los aspirantes. Cuartos de guerra y asesores publicitarios contratados no buscan “posicionar” alguna idea o mensaje más allá de resaltar la noción de que su “producto” es el bueno. La imagen más repetida se remite a un #esPedro, #esClara, #esHarfuch o a cualquiera de los nombres de los suspirantes. La competencia no estriba en una disputa por proyectos o trayectorias para aspirar a dirigir los destinos de la entidad, sino en una batalla para conseguir los mejores espectaculares, el mayor número de bardas, el presupuesto más abultado para inundar las redes sociales o los contactos para placearlos en los medios.
Las campañas siempre han sido así en México o en cualquier otro lado. Salvo en contadas ocasiones el dinero es el factor decisivo para construir una campaña exitosa. Pero en este octubre la selección de candidatos por encuestas ha agravado este problema por varias circunstancias. Primero, por la anticipación de las precampañas que impide a los aspirantes hacer planteamientos sobre el tipo de gobierno que proponen. Solo podemos especular los motivos que llevaron al presidente a adelantar la designación de candidatos de Morena a las gubernaturas, pero el hecho es que los ha obligado a hacer campaña esencialmente de imagen y no de contenido, porque la ley lo prohíbe. Las fechas establecidas por las autoridades electorales para el inicio de las precampañas varían de una entidad a otra; en alrededor de la mitad arrancan a fines de noviembre, en otras a fines de diciembre y en alguna hasta enero. Solo entonces los precandidatos habrían podido competir por el voto de ciudadanos o delegados de partido a partir de propuestas, ideas y proyectos contrastados.
Segundo, Morena decidió que no existieran debates entre los competidores para evitar confrontaciones y golpeteos públicos (aunque por debajo de la línea de flotación se han dado con todo, y no podía ser de otra manera). Esto dificulta aún más la posibilidad de que la opinión pública, y en última instancia el “pueblo”, tengan posibilidades de comparar, entender las diferencias o enterarse de una figura hasta entonces desconocida. La ausencia de debates públicos se ha trasladado a los propios medios de comunicación y en un pretexto para que los aspirantes rehúyan mesas redondas y queden exentos de producir ideas.
Tercero, para estar en condiciones de entregar candidatos oficiales a principios de noviembre, como pidió el presidente, Morena tuvo que comprimir los tiempos. Apenas este fin de semana se dio a conocer la lista oficial de precandidatos, y se sabe que las encuestas definitivas comenzarán a ser levantadas la próxima semana. El resultado se conocerá el 30 de octubre. Esto significa que, en estricto sentido, los interesados habrían tenido 10 días para tratar de promover un voto a su favor. En la práctica tendrán más éxito aquellos que desobedecieron las instrucciones del partido y sembraron propaganda en el paisaje urbano y virtual desde hace semanas. Y desde luego el trabajo político de campo, tocar base de puerta en puerta como pide siempre el presidente, es de nula utilidad con tan poco tiempo.
Cuarto, la encuesta consistirá en pequeñas muestras definidas por el azar y que en muchos casos encontrarán a un votante despolitizado, alguien que incluso ni siquiera habría acudido a una casilla el día de la elección. Recordemos que la abstención promedio en México varía entre 40 y 50% del padrón electoral; en la elección del Edomex hace unos meses participó apenas el 49%. ¿Qué significa? Que la mitad de las personas encuestadas no habría participado en una elección y, aunque las razones puedan ser muchas, es evidente que en su mayor parte se trata de ciudadanos menos interesados en la política. Las consecuencias son obvias: invitados a escoger entre una lista de seis o siete nombres, algunos de los cuales no le dirán nada, terminará eligiendo al nombre que más “le suene”, es decir al que ha visto con mayor frecuencia en carteles, bardas y medios.
Quinto, si bien es un avance que la consulta sea a mar abierto y no quede restringida a militantes, el hecho de que sean sondeos en los que se busca al “votante” en su domicilio o teléfono, impide que tenga sentido la movilización política. A diferencia de los comicios regulares en los que los candidatos y partidos ejercen músculo para incentivar a los suyos a acudir a las urnas en la jornada electoral, en este tipo de encuestas no hay manera de “activar” el voto. Con todos los defectos que pueda tener la movilización política de simpatizantes, al menos mide fuerzas en la relación de los candidatos con alguna base social.
El presidente Andrés Manuel López Obrador ha dicho, con toda razón, que en materia de selección de candidatos es preferible que el pueblo sea quien decida, a través de consultas abiertas y no manipuladas. Pero como cualquier otra decisión, lo importante no solo es quién la toma, sino la información que tiene para decidir una cosa u otra. El mejor cirujano puede asumir una estrategia devastadora para el paciente si carece de información o parte de un diagnóstico equivocado.
Las consecuencias no son menores en aquellas entidades en las que Morena tiene amplia ventaja. Se entiende que en Chiapas, Tabasco, Morelos, Puebla y Ciudad de México el partido oficial es favorito sin importar el candidato del que se trate. A pesar de que resten siete meses para los comicios, en la práctica en estas entidades la definición del mandatario para los siguientes seis años habría sido tomada en estos diez días, sin mayor conocimiento de lo que pretende cada aspirante o de sus merecimientos reales, más allá de su habilidad para sembrar con su nombre carteles y bardas pagados por intereses económicos que desconocemos. En teoría se trata de una elección definida por el “pueblo bueno”, pero en condiciones distorsionadas que terminan comprometiendo la intención original. No abogo por regresar las decisiones a las cúpulas, sino por profundizar en la propuesta y hacer lo necesario para que sean los ciudadanos con conocimiento de causa quienes definan realmente a sus gobernantes. Ahora, me temo, en varias entidades serán los intereses detrás del dinero los que empujarán al ganador. Una lección a considerar para las próximas versiones de esta modalidad.