El otro día tembló en la esquina de la que —hasta hace cinco años— fue nuestra casa en México. Templo de tertulias que no terminan aún, tembló a pocos metros de la puerta de lo que fue hogar y ya no es casa. Tiembla en el recuerdo de los sobrevivientes de terremotos pasados y tiembla en la voz con la que llamamos al instante por larga distancia y tiembla la pantalla de los mensajes y la inmediatez instantánea de los periodistas alarmados.
Ayer estaba escribiendo mensajes con mi hermano grande, más que amigo de mil batallas, en el preciso instante en que empezó a temblar en su casa de México y en sus dedos sobre el teléfono; la yema de mi índice pareció entonces contagiarse y una vez confirmada la seguridad de él y los suyos, pasé a enviar mensajes a todos los míos posibles, prójimos y próximos, los que responden y se alivian, los que parecen llorar en sus palabras y los otros, que ni responden ni se dan por enterados. Sobre todo, tiembla en el que está lejos por la distancia, esa engañosa metafísica de quien no cuadra con los epicentros oficiales o la escala de Richter o el anuncio de tsunamis inminentes; hablo de que quien vive un temblor siente moverse el ombligo del mundo justo bajo sus pies, esté dónde esté y parece cosa de gigantes calcular que el nudo se hallaba en Oaxaca, estando tan lejos.
Temblar de lejos es por estar siempre cerca de lo que llevamos bajo la piel: recuerdos en taquigrafía imborrable, memoria inquebrantable, sabores de colores y la piel de un pétalo. Tiembla de lejos por sentirnos cerca en las palabras que nos unen y los nombres de todos los muertos, la cara de los afectos, el perfil de las calles y los edificios que ya no existen o dejaron de ser lo que eran para reconvertirse en oficinas. Tiembla de lejos y se mueven desde el alma todas las coyunturas del cuerpo como si nos rodeara un halo de puntos suspensivos… porque cuando tiembla de lejos hay una necesidad incontenible de abrazarlos a todos ustedes.