El solo hecho de haber nacido en un lugar llamado Paso de los Toros, en la República Oriental del Uruguay, ya le garantizaba un lugar en una novela; más aún, si añadimos que esa nación fue bautizada como Tierra Purpúrea por el explorador Hudson y que su capital —Montevideo— debe su nombre a una medición náutica: es el monte VI de Este a Oeste, visto desde altamar. Para más magia, enlistemos la nómina completa de su nombre: Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia y celebremos que este año se cumple el centenario de su nacimiento.
Lo recuerdo recitando versos sueltos en alemán, al filo de una lúgubre barra de bar en la película El lado oscuro del corazón, donde Darío Grandinetti recita versos de Oliverio Girondo como mantra para encontrar a una amante que sepa volar. En esa peli, Benedetti aparece casi de incógnito o confirmación de fantasma de él mismo, el poeta denostado por la alta academia, tildado de ser poeta para quienes no saben nada de poesía y cuentista de quienes prefieren las tramas simples o novelista de una sola obra llamada La tregua o escritor militante de utopías y causas perdidas. Esa novela —que llaman única también como elogio— que fue llevada a la pantalla grande y nominada para el Oscar a mejor film extranjero, lamentablemente en la terna donde ganó Amarcord de un tal Federico Fellini y esos tantos libros que se fueron vendiendo de generación en generación en un mundo que poco a poco fue desdeñando la literatura escrita con el alma para privilegiar las letras en mercadotecnia.
Lo saben los enamorados y se respira en todas las noches de los feos: hubo un Benedetti que le cantó a los que llevan cicatrices en la cara y la vergüenza de no ser bellos, vilipendiados por las miradas hirientes de todos los que se creen guapos y hubo un Benedetti que le cantó en versos simples a los pactos casi callados de los que se aman sin ambages, los que deciden hacer un pacto donde ambos cuentan con cada uno, contando hasta dos o hasta cinco y poemas que podrían memorizarse en el pupitre de la prepa o de la universidad y que no pocos firmamos como nuestros en complicidad —mas no plagio—con el poeta del bigote que parecía extenderse desde la punta del este, desde la punta de una pluma fuente con la tinta de la soledad y el exilio, rumor de que el Sur también existe y sensación orgullosa de que la literatura con Ñ también merece los banquetes de las fiestas más grandes de la lectura, los salones encuadernados de memoria donde cada lector se va aprendiendo la novela esa de un hombre que se creía acabado y se toma un suspiro para resucitar su vida en plena viudez o bien, la del escritor que se preocupa más por el prójimo que los próximos y enarbola con honestidad una vida pública de denuncia de injusticias y celebración de libertades y sincronías o eso que ahora llaman sinergias con los cantantes de guitarra y seis cuerdas, sin más electricidad amplificada que el sentimiento cantado de los versos que conforman un arco iris.
Mario Benedetti sigue siendo un autor muy querido por sus lectores, incluso los jóvenes de hoy que llegan a sus libros en ediciones modernizadas y tipografías amplificadas, pero también sigue siendo un escritor ninguneado o minimizado por los altos vuelos de las togas académicas o las cuadrículas o cenáculos de la literatura exquisita, esa que en realidad no lee la palpitación sino el eco —con cierta envidia o asombro— de los versos y los cuentos, las tramas y las posturas o declaraciones de un escritor que sonreía con bigote, sobrevivía con la frente amplia y rimaba si le daba la gana. En la confusión de las nociones no faltará el lector que piense en José Mujica cuando se hable de Mario Benedetti y el espejismos quizá no sea en vano: hay conciencias que van más allá de la etiqueta condenatoria, almas que han sobrevivido para contarlo; sea un presidente que nunca dejó el volante de su Volkswagen o Benedetti que parece que escribe con un diminuto lápiz las caricias de un poema que en realidad no pretende ofender a nadie o ese cuento donde enaltece la sublime belleza de la fealdad o esa novela que apuntala la esperanza en medio de tantos silencios… y que cumple este año su centenario, recitando en alemán los versos ajenos que parecen barnizar la vieja madera de la barra de un bar como si fuera el costado de una barca donde él mismo ha de seguir navegando… ya para siempre.