El reciente acuerdo de cese al fuego entre Israel y Hamás ha sido saludado con alivio global. Sin embargo, más allá de los titulares optimistas, su mediación concreta y decisiva casi no ha contado con la Unión Europea (UE) entre los protagonistas. Esto no es casualidad: revela debilidades estructurales tanto en su política exterior como en su capacidad real de influencia en la geopolítica actual.
Primero: la ausencia diplomática y el rol secundario. En la práctica, los mediadores claves han sido Estados Unidos, Qatar, Egipto y Turquía. Europa ha celebrado el acuerdo, pedido su cumplimiento, ofrecido ayuda humanitaria —esto último importante, pero reactivo, no protagónico— y expresado condenas a quienes obstaculizan el proceso.
Europa ha sido vocal, ha escrito declaraciones, ha donado millones, pero no ha liderado negociaciones, no ha impuesto incentivos diplomáticos fuertes, no ha logrado unir una presión coherente que cambiara equilibrios de fuerzas. En términos reales: ha sido espectadora más que protagonista.
Segundo: divisiones internas debilitantes. Los países de la UE no siempre comparten agenda o prioridades en Oriente Medio; algunos priorizan relaciones con Israel, otros con estados árabes; algunos tienen una opinión pública más sensible al sufrimiento palestino, otros muestran mayor reticencia hacia Hamás. Esa heterogeneidad ha impedido que la UE actúe con unidad estratégica, cosa que los mediadores que sí han sido decisivos han podido hacer. Europa no ha logrado coordinar, proponer alternativas firmes ni asumir riesgos diplomáticos visibles.
Tercero: la falta de instrumentos coercitivos o persuasivos. Europa cuenta con influencia económica, ayuda humanitaria, soft power, y cierto peso diplomático. Pero estos instrumentos no han sido usados en clave “geopolítica”: no se han condicionado ayudas, no se ha conseguido que los actores implicados ajusten posiciones bajo presiones estructurales europeas; no se han movilizado sanciones ni amenaza de aislamiento de una forma decisiva, al menos reconocida públicamente. Por contraste, mediadores como Qatar o Egipto juegan roles más activos incluso porque actúan como interlocutores aceptados de parte de todos; y EE. UU., por su poder militar, estratégico, mediador de último recurso, ha marcado la pauta.
El resultado es que Europa aparece como parte del coro que aplaude cuando algo se logra, más que como actor que cambia el guion. Y eso debilita su credibilidad: si solo acompaña, pero no gestiona, supervisa, condiciona, o interviene cuando los acuerdos se rompen, pareciera un ente moral, legítimo, benévolo, pero sin dientes. Y en política internacional, que te vean sin dientes equivale muchas veces a no ser tomado en serio.
Esto es sintomático del desgaste que padece el bloque europeo desde hace años y de las crisis intestinas que, en lo doméstico, amenazan la estabilidad de sus miembros más influyentes. Si sigue en ese sendero de irrelevancia el futuro de su unidad y de su rol en las decisiones globales que importan quedará en las sombras.