La mañana ya del 27 de octubre de 2011 bajé de la nave de Aeroméxico en el aeropuerto Arturo Merino Benítez de Santiago de Chile.
Para evitar el alto costo del taxi, creo que primero tomé un autobús y luego el metro; lo que sí recuerdo fue que al cálculo descendí cerca de la estación Universidad de Chile.
No tenía señal de internet y sin Google Maps (¿ya existía?) me resultaba imposible saber en dónde estaba.
Continué mi marcha por calles desconocidas y en un puesto de periódicos y revistas pregunté por algún hotel económico.
La oscura cabeza asomada en un marco de papeles me respondió que a dos cuadras, por allá, había uno.
Seguí avanzando y di con el hotel Imperio situado en la esquina de la avenida Bernardo O’Higgins y calle San Alfonso.
Entré ya agotado de caminar y pregunté el precio en la recepción. No era barato, pero tampoco caro, así que pagué mi estancia con desayuno incluido.
Al entrar en la habitación —ni fea ni bonita— lo primero que hice fue bañarme. Luego me tendí en la cama y caí dormido como un bulto de cemento.
Tras un rato de sueño, desempaqué mis cosas y vi que no traía adaptador para conectar la computadora y el celular.
Decidí salir a comprar uno y de paso a buscar un sitio para comer lo que fuera. Una indicación del recepcionista del hotel me señaló buscar mi adaptador en la calle Matucana, a dos cuadras de allí.
Caminé hacia el rumbo recomendado en aquella tarde espléndida, y esos primeros pasos en Santiago los recuerdos muy gratos, de un verdor pleno por los álamos y los amplios tramos con césped del camellón.
Estaba ya frente a la Estación Central del metro, en la bocacalle de O’Higgins con Matucana, sitio desde donde vi que era verdad: había allí muchos pequeños negocios de electrónica.
Pero antes de avanzar por Matucana, un griterío llamó mi atención.
Tras esto, vi que un tropel corría hacia mí; las caras de quienes corrían mostraban agitación, supongo que horror. No sé por qué, como hipnotizado, en lugar de sumarme a la estampida caminé de frente a ella.
Algunas personas que corrían me rozaban los costados al pasar. Yo iba como ido, fascinado y curioso hasta que noté una nube no muy densa pero visible.
Quise tomar una foto con el celular (creo que era Blackberry) y en eso estaba cuando la nube me llegó.
Ya no pude ni encender el celular, pues sentí una picazón horrible en los ojos.
Ahí fue cuando di marcha en reversa por segunda vez en el día, y con los ojos llorosos, ardientes, como si en ellos me hubieran tallado un xalapeño, llegué otra vez a la esquina de la calle Matucana, donde doblé y avancé media cuadra antes de encontrar la sombra de un árbol.
Los ojos me ardían, saqué mi paliacate y comencé a llorar en su decorado hindú.
El ardor desconocido casi no me permitía ver, y cuando abría los ojos todo lo veía acuoso, hiriente, con un picor inédito en las córneas. Necesitaba agua.
Casi a tientas me desplacé hacia una tiendita cercana y pedí una botella.
El encargado dijo unas palabras que no recuerdo, me pasó el agua y pagué con cualquier billete.
Salí de la tienda y buqué el resguardo del árbol bienhechor. Luego humedecí el paliacate y comencé a frotarme los ojos.
Nada. Me incliné y a ciegas me derramé agua en la cara, de lado.
El agua fría palió el ardor, pero tuvo que pasar como media hora para recuperar una visibilidad decente.
¿Por qué ocurrió esto?
Lo supe después en mi viaje mal organizado: al lado de la calle Matucana se ubica uno de los planteles de la Universidad de Chile.
Los estudiantes estaban enfrentando al gobierno de Sebastián Piñera por sus afanes privatizadores de todo, incluida la educación y el poder reprimía con camiones de agua a presión, gases lacrimógenos y demás amabilidades.
Eso fue habitual allá durante el 2011, pero yo no lo esperaba así de golpe, casi como bienvenida.