
Amar es desear y desear es carecer de algo. El amor empieza con la obsesión por lo que nos falta. De hecho, en nuestro idioma las palabras “cariño” y “carencia” están emparentadas. El verbo “cariñar”, antes español y ahora solo aragonés, significa “echar de menos.”
Platón, partidario convencido de esta idea, escribió cierta vez que Eros, el dios de los amantes, era hijo de la Pobreza y el Ingenio, y después contó la fábula de su nacimiento. Una noche la Pobreza pedía limosna en una mansión donde se celebraba un gran banquete. Entre los invitados le fascinó un personaje enérgico, lleno de recursos y desenvoltura, que estaba acechando a los ricos para abrirse camino. Pasiva como era, la Pobreza admiró aquella fiebre por escalar y eligió al desconocido para engendrar al Amor. De esa unión, Eros nació pobre, flaco, descalzo y sin hogar. Su madre le legó el hambre permanente, la avidez. Por el lado paterno recibió el afán por la belleza y por el logro a toda costa, además de un carácter impetuoso, atrevido y maquinador. Platón aseguraba que Eros vive febrilmente, quiere ser rico pero nunca resiste en la abundancia y gasta todo lo que consigue hasta volver a un repentino vacío que de nuevo llena el deseo.
Nuestras pasiones tienen el sello del dios que las inspira, son apetito y búsqueda, indigencia y ambición. El amor consiste en convencerse de que alguien nos hace mucha falta y de que su ausencia nos devora. Al amar nos creamos una necesidad para a continuación tener que apaciguarla. Según Platón, el cruce entre una mendiga y un cazador determinó los genes de Eros.