En Ciudad de México transitan los que no creen en el covid-19 y quienes extreman precauciones. La calle y el transporte son el pulso para detectar conductas. Los taxistas son parte de una extraña mezcla entre quienes piensan que no existe el covid-19, hasta el escrupuloso del volante que intenta envolverse en una cápsula de plástico.
Las edades varían. Hay jóvenes tras el volante que desdeñan la mascarilla porque les estorba y prefieren el riesgo. También están los septuagenarios que circulan entre los escépticos, como el que en sus tiempos juveniles se pavoneó sobre el asfalto y ahora simula remar en sentido contrario mientras escucha música de los setenta.
Y ahí van, como ese otro que solo usa su mascarilla para franquear retenes de la Central de Abasto y entonces, ya adentro, se la quita, sin importar que transite en una de las zonas de más alto riesgo. Está consciente y confía en su buena suerte.
Todos se mueven entre esa difuminada línea que divide la vieja situación y la nueva normalidad regida por semáforos.
—Yo estoy sano- se jacta.
—Y joven.
—Claro.
—Y hace ejercicio.
—Todas las mañanas.
Hay desde los incrédulos, los fantasiosos, precavidos y silenciosos, hasta aquellos que van por vida sin protección y el taxímetro manipulado.
Es el caso de este joven sin cubrebocas, aunque sí de guantes mochos, embutidos en manos que atenazan el volante cubierto de plástico desgastado; debe sentirse en un Ferrari, pues su respaldo está echado hacia atrás y hace rugir el motor de su auto compacto en calles de la colonia Tránsito.
Al final el taxímetro marca 70 pesos a una zona donde regularmente el cobro es de 25 del águila; pero ni reclamarle al Niki Lauda de la Tránsito, y menos durante una tarde parda de calle solitaria y mercancía en cajuela.
Otro taxista que le triplica la edad, bromista, hablantín e incrédulo de la desgracia que ensombrece, cobrará lo justo: 25 morlacos.
***
Otro día, a la salida del centro comercial de la calle Francisco Clavijero, donde el Niki Lauda y otros acechan, es preferible caminar media cuadra y esperar otro taxi que pronto aparece.
El taxista trae un cubrebocas guinda sobre el tablero. Se le pregunta por qué no se lo pone y responde que sí lo hace cuando se lo exigen, como en la Central de Abasto.
—Y ya adentro uno se lo quita –dice-; nada más es cosa de pasar la caseta de cobro.
—¿Pero por qué se lo quita?
—Pues se lo quitan todos; yo también a veces me lo quito, como ahorita, porque el cubrebocas me opaca la voz.
—No se ha enfermado.
—No, gracias a Dios, no.
—O sea que es resistente.
—Pues ahorita aquí ando, en lo que acabe; quien sabe si Dios me da licencia llegar a 79 años, tengo 78, pues a la mejor doblo las manos como Julio César Chávez.
—Sí que está fuerte.
—Pues ahí estamos, comiendo quintoniles, nopales, frijoles, lo que caiga. Casi no me enfermo.
El hombre, quien asegura ser padre de cuatro hombres y cuatro mujeres, tiene 60 nietos, entre los que hay algunos que no usan mascarilla.
“Yo, la verdad, para mí que nos están engañando”, sospecha el hombre, después de enorgullecerse de su numerosa prole.
—¿A poco no cree que hay gente está en los hospitales, de que la gente muere, de veras no lo cree?
—Pues…yo solo he visto un muertito en Iztapalapa, hace como un mes, que lo sacaron de su casa en una sábana blanca y se lo llevaron en una ambulancia. Es lo que yo he visto.
Y después de informar que el taxi no es suyo, el hombre, que vive en Santa Úrsula Coapa, comienza a relatar supuestos hechos que caen en lo fantasioso, leyendas urbanas, de modo que es preferible preguntarle cómo le va en la chamba y dice que mal desde que comenzó la pandemia.
—¿Y cuánto entrega de cuenta?
—Doscientos sesenta.
—No le va tan mal.
—Es que también doy servicio por teléfono, pero la otra vez, allá por Popotla, me detuvieron dos policías de la Guardia Nacional y me dijeron que por los años que yo tenía ya no podía dar servicio, que porque me iba a enfermar y también iba a enfermar al pasaje, pero les dije que tenía dos niños que mantener y me preguntaron si no recibía ayuda oficial y les dije que no. Entonces checaron con un teléfono mi tarjetón y comprobaron que no recibía ayuda. Pero yo no quiero ayuda; lo que yo quiero es trabajar.
***
Nació y vive en la colonia Ex Hipódromo de Peralvillo. Maneja un auto en buenas condiciones. Es taxista. Anda en los 36 años. Pulcro en su vestir y parco en el hablar. Escucha música salsa a bajo volumen.
Dice que todos los días hace ejercicio, e insinúa que esta práctica lo protege del covid-19, aunque su argumento de no usar cubrebocas es porque se le empañan los anteojos.
—¿Y si un pasajero estornuda?
—La otra vez se subieron dos muchachas sin cubrebocas y una de ellas tosió y la otra le dijo: “No tosas, no tosas, porque nos van a bajar”.
—¿Y usted qué le dijo?
—Que no –después de una larga pausa añade-, también hay una gran cantidad de personas que anda sin cubrebocas. Yo digo que 50 y 50.
Enseguida habla de un pariente de 62 años que enfermó hace mes y medio. Es diabético. Los médicos le recetaban vitaminas. Pasó una semana y no le bajaba la fiebre. Lo único que hacían era bañarlo. “No mejoraba, no mejoraba, y fuimos con un tercer doctor, y vaya sorpresa que nos llevamos: él sí nos recetó antibióticos: cinco inyecciones, tres dobles y dos sencillas. Y mire: mi tío está dando guerra y nos alternamos para trabajar el carro”
—¿Y qué tenía?
—Le dijeron que tenía principios de neumonía. Para mi ese doctor es la excepción de la regla. Entonces yo, después de esa vivencia que tuve con mi tío, me puse a hacer más ejercicio, tomo jugo, como frutas y verduras, pescado. No fumo, no tomo; bueno, a veces un wisquito, pero sin perder el control de la situación.
—¿Y qué tal la chamba?
—Bastante mal.
—¿Un 50 por ciento?
—No, más bajo, un 30.
Al final del viaje –hay mucho tráfico en el centro de la ciudad - entra en confianza y se carcajea cuando se le pregunta si es de Los Beverly de Peralvillo, aquella popular serie de televisión, y responde que en aquel tiempo él no había nacido.