Mi primer pensamiento se dirige hacia los géneros (crónica, ensayo, relato… ¿cuál es la importancia de las etiquetas?, ¡la literatura es degenerada!) y el segundo se dirige hacia Ciudad de México
: si pienso así es porque vivo aquí: extensión inabarcable de cerros y pueblos y congestiones urbanas, donde nunca nada puede ser etiquetado porque su orden íntimo es tan indescriptible como inclusivo e inesperado. Y los dos pensamientos se encuentran de manera armónica: una persona que escribe en Ciudad de México no puede tener género, simplemente escribe y la atmósfera es lo suficientemente intensa para influir en su escritura, y ese influjo es hacia la indeterminación y el desprecio por las categorías fijas. ¿Qué le puede importar a una ciudad ser pueblerina o cosmopolita? ¿Qué le puede importar a una persona que escribe ser cronista o novelista?
Hay un tercer pensamiento, y ese es sobre sensualidad: la capital es tan sensual, todo en ella es sensación y si hago periodismo es porque estoy convencido de que el periodismo explora la realidad, y por lo tanto periodismo también es imaginación, miedo y sonido. El periodismo narrativo puede reportear lo abstracto, invisible y delicado, puede ser también una narración sobre intimidad.
Alguna vez fui un joven hombre que decidió encerrarse en Nepantla para escapar del ansia que le provocaba Ciudad de México y terminó escribiendo una siniestra obra de teatro (libreto y música) sobre un manicomio de bailarinas (en ese entonces escribía una biografía sobre Gloria Contreras), pero entre la dramaturgia comenzaron a filtrarse otros aires: erotismo, nostalgia, narcotráfico… y todo terminó englobado en un diario largo con un título depresivo (Puedo ver el futuro: hay un asesinato) escrito con mi irregular letra manuscrita con tinta roja sobre la cubierta azul de una libreta con hojas ahuesadas.
Luego regresé a Coyoacán y todo comenzó a cambiar: las mismas cosas ya no eran las mismas cosas; surgían ante mí llenas de distintos significados, y también eran otras mis formas: comencé a usar chamarras de mezclilla y caminar más rápido. El ansia se había convertido en avidez: de museos, parques, fondas, kioscos, humos, fragancias, camiones, globos, algodones de azúcar, California Dancing Club, El hijo del Cuervo, revistas, mercados, camellones, estatuas, puentes, organilleros, trajineras, partidos de los Pumas, y revisitar desde la nostalgia las colonias de mi infancia para también hacerlas otras: resignificarlas y convertir en nacimiento tanta tristeza.
Hugo Roca Joglar