Política

El Pueblo del Sol: La teogonía de los Mexicas

“El Pueblo del Sol” es un libro publicado en 1953 por el mexicano Alfonso Caso Andrade (abogado, arqueólogo y antropólogo destacado, nacido en Ciudad de México en 1896, y autor de al menos 300 obras). Señalaremos, para honrarlo, que también fue el descubridor, entre otras ciudades, de la zona arqueológica de Monte Albán, Oaxaca. En este volumen nos habla de la creación de los dioses mexicas.

La Teogonía (del griego theos, "dios" y gonos "creación, generación"; origen de los dioses) es un término que viene del libro escrito en el siglo VIII a. C. por el poeta griego Hesíodo, quien describe a sus dioses. Alfonso Caso, por su parte, detalla la cosmovisión mexica y cómo nuestros antepasados crearon una religión viva y llena de fe.

La obra está dentro del género literario genealogía (del griego genos, raza, nacimiento, descendencia y logos, estudio) Aunque no se le toma como un género propiamente dicho, es un escrito que busca la ascendencia y descendencia de una persona o familia, su árbol genealógico. Es auxiliar de la historia, la biología y otras ciencias cuando se estudia los orígenes de algo, por ejemplo: la genealogía molecular.

Iniciemos nuestro análisis con estas palabras aclaradoras del autor: “En el momento en que los sorprendió la conquista española, el pueblo azteca tenía una religión politeísta, fundada en la adoración de una multitud de dioses con atribuciones bien definidas. Muchos adoptados de los pueblos invadidos. Sin embargo solo eran manifestaciones o advocaciones del mismo dios. Como Ometochtli, 2 conejo, dios del pulque, veremos una gran cantidad de dioses con las particulares de la región de donde proviene.”

Antes de continuar precisemos: azteca, el escritor Caso los nombra así, pero varios estudiosos (entre ellos el erudito Miguel león Portilla, él hasta en forma severa) nos dicen que es mejor llamarlos mexicas, porque los que venían de Aztlán (lugar mítico) fueron varios pueblos: chalcas, colhuas, tepanecas, tlahuicas. Los mexicas eran parte de ese conjunto. Mexica en lengua náhuatl significa “los de México”.

Ahora sí, vayamos a la creación de los dioses. El Señor, Ometecuhtli y la Señora, Omecíhuatl, doble principio creador, masculino y femenino, una dualidad. El Señor y la Señora de nuestra carne, de nuestro sustento. Se representan con símbolos de fertilidad y adornados con mazorcas de maíz. Los dos residen en el Omeyocan, (el treceavo cielo).

Tuvieron cuatro hijos: Tezcatlipoca rojo, llamado también Xipe. Tezcatlipoca negro, llamado solo Tezcatlipoca. Quetzalcóatl, serpiente de plumas, dios del aire y de la vida. Tezcatlipoca azul, llamado Huitzilopochtli, colibrí zurdo, dios sol y dios de la guerra.

A ellos les encargaron la creación de los otros dioses, del mundo y de los hombres: “Los cuatro hijos de la pareja divina representan la dirección central, abajo y arriba, es decir, el cielo y la tierra. Son los regentes de los cuatro puntos cardinales y el centro.”

Existían quince deidades principales, veamos algunos: Coatlicue, diosa de la tierra; Tláloc, dios del agua; Mictlantecutli, dios del inframundo; Tonatiuh, dios del sol; Huehuetéotl, dios del fuego; Xochiquetzal, diosa de las flores; Chalchiuhtlicue, diosa del mar y de los lagos. Llegando hasta 114, divididos en grupos: “Los dioses creadores, de la fertilidad agrícola, humana, del placer, de la energía cósmica, de la guerra y la de los sacrificios.”

El mundo y los hombres fueron creados varias veces: “Porque a una creación ha seguido siempre un cataclismo que ha puesto fin a la vida.”

La última vez que el hombre fue creado, Quetzalcóatl bajó al mundo de los muertos, el Mictlán, para recoger los huesos de las generaciones pasadas y regarlos con su sangre y crear de nuevo a la humanidad.

¿Cómo podrían los mexicas corresponder ante este superior sacrificio? “Ofreciendo su sangre, el chalchíuatl, el líquido precioso, el néctar de que se alimentan los dioses.”

Nuestros antepasados, como cualquier otro pueblo de la tierra, sustentaron su existencia y su fe en unos dioses que, en el tiempo, solo han cambiado de nombre y la manera de adorarlos.

Hugo G. Freire


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