Al presidente Andrés Manuel López Obrador ya lo perdimos. La esperanza generada por su llegada al poder es inédita desde que hay elecciones reales y competidas en este país. Las expectativas de cambios y de un gobierno eficaz eran y siguen siendo muy elevadas. Al término de 2019, el contraste entre la esperanza y los resultados de su gestión se hizo evidente: economía al borde de la recesión y crisis de inseguridad descontrolada. Los temas de mayor preocupación de la sociedad fueron dos ejemplos claros, pero no los únicos, de un estilo de gobierno en el que el divorcio entre los objetivos y los medios para lograrlos ha sido total.
En medio de decisiones que han tenido consecuencias trágicas, tomadas por razones políticas (cancelación del aeropuerto y de la reforma educativa); ideológicas (suspensión de facto de la reforma energética); por ignorancia (la violencia se combate con abrazos y no balazos) e inexperiencia (posposición de las licitaciones de compras de medicinas), López Obrador mostraba pragmatismo en otros asuntos, como la sumisión vergonzante a Donald Trump para mantener el acuerdo comercial con Estados Unidos y la ortodoxia en el manejo macroeconómico, con el fin de no espantar a los inversionistas extranjeros.
A fines del año pasado se rumoraba que al comienzo de 2020 habría ajustes en el gabinete, como una manera de corregir el rumbo, ya que era evidente que varios secretarios no estaban funcionando, no obstante haber transcurrido el tiempo suficiente para superar la curva de aprendizaje normal en los inicios de todo sexenio. Sin embargo, no los hubo. Al Presidente le pareció que todo su equipo funcionaba a las mil maravillas o pensó que cambiarlos significaría reconocer que algo iba mal. La tozudez pudo más que la realidad.
No obstante que los narcos de Culiacán le demostraron a AMLO que los abrazos ofrecidos, en vez de invitarlos a dejar sus malas obras, los empoderaban al grado de someter y humillar al Ejército ante la estupefacción nacional y mundial, López Obrador reiteró que no modificaría su estrategia (por llamarla de alguna manera) de seguridad. Pues esa terquedad se ha agudizado en lo que va de este año. Y no solo es su necedad. La improvisación e irresponsabilidad del gobierno volvieron por sus fueros y con ímpetus renovados: cancelar el Seguro Popular sin haber preparado el Insabi, más la continuación de los problemas en el sistema de compras y distribución de medicinas, han provocado una severa crisis del sistema de salud como nunca se había visto (y esto al borde de una pandemia mundial por el coronavirus).
Para desviar la atención del tema de la salud —y de paso de su terquedad e irresponsabilidad— el Presidente recurrió a la frivolidad y al desplante de poder con los empresarios mediante una extorsión: rifar el avión presidencial sin rifarlo y obligar a los empresarios a comprar 4 millones de boletos. Qué papelón de la cúpula empresarial, prestarse al juego.
Pero ahí no acaba la historia. La cara reciente de la inseguridad —los feminicidios y todas las formas de violencia contra las mujeres— genera una nueva crisis y un reclamo justo del movimiento feminista. En lugar de atenderlo y encabezarlo, lo descalifica y se siente agredido. No soporta que su enorme ego de salvador de la patria sea opacado por unas mujeres enojadas manipuladas por los conservadores. Insensibilidad total, incapacidad de leer y entender la realidad. Ya se perdió, ya lo perdimos.