Cuando los fariseos preguntaron a Jesús si era lícito pagar tributos al César, él les pidió que le mostraran un denario. Acto seguido, les preguntó a quién pertenecían la imagen y la inscripción de la moneda. Los fariseos respondieron que pertenecían al César.
Y entonces Jesús anunció: “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.Con esta respuesta, Jesús admitió que en el mundo terrenal los gobiernos tienen poder sobre las personas y que éstas deben obedecerlos.
Así fijó las bases de la separación entre el poder político y el poder religioso.Desde la Revolución Francesa, esta división se ha convertido en un símbolo de modernidad y progresismo en el mundo occidental.
La mayor parte de los países occidentales han dado enormes pasos hacia el progreso al garantizar la libertad religiosa, proteger a las minorías y promover la educación pública laica.Pero esta lucha constante de los partidos de izquierdas y progresistas contra los partidos de derechas y conservadores para apartar o mantener la religión en el ámbito público ha sufrido una sorprendente mutación.
De repente, los que no querían que se construyeran iglesias con dinero público, defienden que los gobiernos locales financien la construcción de mezquitas; los que señalaban a los católicos como sectarios y retrógrados, ven en los creyentes musulmanes la materialización de la tolerancia y la pluriculturalidad; Y los que apartaron al clérigo de la enseñanza pública, no sienten nerviosismo alguno si una profesora usa burka.
Es precisamente el uso del burka y de otras prendas que contribuyen a ocultar en menor o mayor medida el cuerpo de la mujer, el centro de un candente debate en Europa. Algunos pretenden reducir el debate sobre la legitimidad de utilizar burka a una cuestión de libertades personales. “¡Que cada cual se vista cómo quiera!”, argumentan. Pero no se trata de algo tan sencillo.En España, durante el juicio por el atentado del 11-M que dejó 192 muertos en Madrid, se interrogó a la mujer de uno de los terroristas.
Sentada en el banquillo de la Audiencia Nacional, la mujer no quiso descubrirse la cara para declarar. ¿Debería permitirse que alguien pueda acudir a juicio ocultando su rostro?Otras cuestiones de orden público también contribuyen a avivar el debate. ¿Puede una profesora dar clase en una escuela sin quitarse el burka? ¿Debería permitirse la entrada a los bancos, o lugares con especiales necesidades de seguridad, a personas con el rostro cubierto? ¿Se puede obligar a una mujer a quitarse el burka para aparecer en la foto del pasaporte con la cara descubierta? Actualmente el debate se estructura en torno a la proliferación del burkini, un traje de baño que oculta casi por completo la piel de la mujer.
En estas cuestiones se mezclan temas de seguridad, ostentación religiosa en lugares públicos, segregación cultural y falta de adaptación de la inmigración. Pero el trasfondo que convierte este debate en “trending topic” es el respeto a las libertades personales.
Todo parece radicar en el dilema sobre si el burka es una imposición o una elección libre de la mujer. Inmediatamente surge la pregunta de si una mujer debe ser libre para elegir una fe que la margina y la trata cómo un ser inferior.
Según la concepción tradicional del derecho, los derechos fundamentales de las personas son indisponibles. Esto quiere decir que nadie tiene capacidad para renunciar a los derechos que le confiere el solo hecho de ser una persona. Esto garantiza, por ejemplo, que nadie está legitimado a vender su propia libertad y ofrecerse como esclavo.En esta línea, algunos afirman que el islamismo radical atenta contra los derechos fundamentales de la mujer. Y por ello defienden que ninguna mujer puede someterse a dichas creencias. Ni siquiera por voluntad propia.
También hay quien ve una relación directa entre el radicalismo religioso y el terrorismo. Quienes aseguran que existe una conexión directa y necesaria entre ambos fenómenos, entienden que el burka es un símbolo de apología del terror. Y por ello defienden su absoluta prohibición.
Personalmente me inclino hacia un enfoque más práctico de la cuestión. No hay nada más íntimo y que se defienda con mayor pasión que la religión. Impedir el libre desarrollo de las creencias religiosas, aunque sean destructivas para el propio creyente, sería tan inútil como destructivo.Quizás deberíamos ver en el debate sobre el uso del burka, un progreso en las tradiciones musulmanas más radicales.
En los países donde tradicionalmente se obliga a las mujeres a ocultarse por completo tras un velo, éstas no pueden participar abiertamente de la vida pública. El simple hecho de que se esté discutiendo la utilización del burka en las playas, escuelas, dependencias públicas y lugares de trabajo y de ocio, implica que las mujeres seguidoras del islam más radical están saliendo de casa y participando con cierta normalidad de la vida en comunidad.
Puede que normalizar el uso del burka ayude a acelerar este proceso de integración.Y si esto fuera erróneo y el burka realmente representara un símbolo de odio contra la sociedad, las tradiciones y la cultura occidentales, también sería sumamente beneficioso normalizar su uso.
Esto permitiría a los cuerpos de seguridad identificar fácilmente los núcleos de radicalismo islámico que pudieran estar promoviendo actividades terroristas.Sea el burka una respetable tradición, un símbolo de apología del terrorismo o cualquier punto entre ambos extremos, occidente debería facilitar su utilización. De una forma u otra, dejar que los musulmanes más radicales vistan según sus costumbres parece ser lo más beneficioso para nuestros propios intereses.
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