Cuando cumplí la media centuria recibí una sorpresa: el regalo, por parte de mis hijas , de una serie de caballitos tequileros tatuados con palíndromos. Los palíndromos fueron elegidos por ellas y rezaban:
Efímero lloré mi fe, Tu mamá mamut, San Gil ama malignas, O rey o joyero. Y había un caballito que tenía grabada una frase que suelo citar con arregosto que bordea el júbilo: “A celebrar el oro de la vida”. Esta frase quiere decir a celebrar lo mejor de la travesía vital. Y hoy la he elegido para definir el recorrido terrestre de Freddy Muñoz Jáquez, un redomado vendedor de burritos que recorre el escaleno etílico (La Terminal, Versalles, La Sevillana) con gran entusiasmo, siempre dador de sonrisas y de buen trato, un hombre que cimentó su gusto por la gastronomía en Estados Unidos (en Illinois) y que luego recaló en nuestro país para llevar, como el caracol, su casa a cuestas, esto es, su canasta de nieve seca donde aloja burritos de misceláneo origen y de especial sazón: de chicharron, de papa, de frijoles, de deshebrada, de tinga y un largo etcétera de tentaciones del paladar, como dijo el poeta de Nayarit.
Freddy, además, presume ese pasaporte líquido como apoda Adolfo Castañón a la salsa en varias vertientes o modalidades:
roja, verde, habanera, troquelada con base en el aguacate. En fin. Freddy Muñoz padeció el rigor de la muerte de su hijo mayor: era su brazo derecho, su compañero de andanzas, su cómplice en el arte de la burrería, su mejor amigo.
Freddy sigue el camino de la vida con unas agallas y un corazón indoblegables.
Sabe complacer a los comensales y brinda siempre una mano solidaria a los amigos, a sus amigos de esas farmacias del alma, como las motejó el amo de la picaresca, que son nuestros bares. Larga vida a Freddy Muñoz Jáquez, el mejor burrero de la comarca lagunera y de otras múltiples latitudes. ¡Salud!
gilpradogalan@gmail.com