Política

Bashevis Singer, perdido en Estados Unidos

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Gil cerraba la semana en condiciones deplorables y caminaba por la duela de cedro blanco del amplísimo estudio. Así llegó a un libro que llevaba un tiempo acumulando polvo: Isaac Bashevis Singer, Amor y exilio (Ediciones B, 2022). En esta página del fondo se sabe que Bashevis es el primero de los primeros. De este libro autobiográfico, Gamés ha traído un puñado de subrayados y, en especial, del capítulo en el cual Bashevis recuerda su llegada a Estados Unidos.

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Al comienzo de los años treinta mi desencanto conmigo mismo había llegado a tal extremo que perdí toda la esperanza. A decir verdad, ya me quedaba muy poco por perder. Hitler estaba a punto de hacerse con el poder en Alemania. Los fascistas polacos pregonaban que sus planes, en lo que a los judíos concernía, coincidían con los de los nazis. Gina había muerto, y solo entonces advertí el gran tesoro de amor, devoción y fe en Dios y en los valores humanos que yo había perdido.

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También mi padre falleció por aquella época. Aunque han pasado más de cuarenta años, todavía me siento incapaz de entrar en detalles sobre su pérdida. Lo único que puedo decir de él es que vivió y murió como un santo, dichoso con su fe en Dios, en la misericordia y en la providencia divina. Es la historia de mi carencia de esa fe.

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Algunos venían a mí lamentándose de su suerte, pero yo nunca les hablaba de mis problemas. Hubo escritores que se convirtieron en expertos en materia de solicitar y conseguir becas y subvenciones diversas. Yo nunca pedí nada a nadie. Gina, en paz descanse, me había declarado “el galán famélico”. Era frecuente ver hombres persiguiendo a las mujeres, suplicándoles su amor, sus besos, su cariño. Había escritores jóvenes e incluso maduros que no se avergonzaban de asediar los despachos de las editoriales para implorar, mientras se elogiaban a sí mismos y adulaban a los editores y críticos, que escribieran reseñas sobre sus obras. Yo nunca fui capaz de tender la mano para pedir amor, dinero o reconocimiento. Todo debía llegarme por sí solo o no llegar nunca.

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Las dos maletas que me llevé a Norteamérica bastaron para contener mi ropa y mis manuscritos. Me despedí de Aaron Zeitilin, de J. J. Trunk y de algunas personas más. La sección judía del PEN Club estaba a punto de publicar mi primer libro en yiddish, Satán en Goray, pero aún no tenía ningún ejemplar listo para llevármelo conmigo.

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Ya me aproximaba a los treinta años de edad y a lo único que había llegado en la literatura escrita en yiddish era a publicar una novela corta y varios cuentos en revistas y antologías que nadie leía. Había presenciado cómo escritores, actores, y otros participantes de la vida artística organizaban banquetes y celebraciones literalmente en honor de ellos mismos. Mucho antes de haber llegado a la cincuentena, ya se cuidaban de mencionar la fecha de su nacimiento o la de su primera publicación, o dirigir desde el escenario veladas alusiones y quejas a la falta de reconocimiento público. Invariablemente, surgía un grupo de amigos que sí los reconocía y los recordaba.

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Volví a mi habitación y me tendí en el sofá, sin encender la luz. Permanecí acostado en la oscuridad. Aún era joven, no había cumplido los treinta y sin embargo me agobiaba una fatiga que era más propia de la vejez. Había cortado todos los lazos que me unían a Polonia, y sin embargo sabía que en Norteamérica sería un extranjero hasta el último día de mi vida. Traté de imaginarme en el Dachau de Hitler, o en un campo de trabajo en Siberia. En el futuro no me esperaba nada. Solo podía pensar en el pasado. Mi mente volvió a Varsovia, al Swider, al apartamento de Stefa en la calle Niecala, a la habitación amueblada de Esther en la calle Swietojerska. Una vez más tuve que recordarme a mí mismo que yo era un cadáver.

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En cierto sentido, mi venida a Norteamérica me había rebajado de categoría, me había devuelto a las torturas de kun principiante en escritura, en el amor, en su lucha por independizarse. Estaba experimentando cómo sería nacer viejo e ir rejuveneciendo, en vez de envejecer con los años, e ir bajando gradualmente en rango, en experiencia, en coraje, en la sabiduría que da la madurez.

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Todo es muy raro raro, caracho, como diría Victor Hugo: “El exilio es la desnudez del derecho”.


Gil s’en va


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Gil Gamés
  • Gil Gamés
  • gil.games@milenio.com
  • Entre su obra destacan Me perderé contigo, Esta vez para siempre, Llamadas nocturnas, Paraísos duros de roer, Nos acompañan los muertos, El corazón es un gitano y El cerebro de mi hermano. Escribe bajo el pseudónomo de Gil Gamés de lunes a viernes su columna "Uno hasta el fondo" y todos los viernes su columna "Prácticas indecibles"
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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