No es nada nuevo atribuir las faltas morales a trastornos mentales.
Se piensa muchas veces que las personas que cometen atrocidades no tienen otra explicación que el haber perdido la razón. Que deben estar locas.
A los ojos de los medios de información o del cine, el enfermo psiquiátrico se ha convertido en el actor ideal espléndido de los crímenes más crueles y espectaculares que vemos cotidianamente en las películas o en los noticieros y programas de TV.
El asunto es que estos estereotipos negativos, basados en una premisa falsa, dejan una huella indeleble a los hombres y mujeres que sufren estas dolencias, y también, a sus familiares.
El miedo de la peligrosidad del enfermo mental es el factor que más contribuye a su discriminación y a su rechazo social.
Pero esta situación generalizada adquiere tintes verdaderamente trágicos y funestos cuando la conspiración de los mediocres e iletrados llegan al poder; cuando la cultura y el discernimiento están amordazados por el predominio de esa runfla de vividores que ocupan espacios públicos.
Los verdaderos protagonistas de este tipo de agresiones no son producto de la locura, sino consecuencia de la maldad, de la marginación, y de la miseria. Muchas veces se trata de personas insatisfechas, resentidas, desmoralizadas e incapaces de sentir culpa o remordimiento.
Matan y no sienten nada. Alienados, perturbados, sin lazos afectivos, ni valores, ni esperanza de futuro, terminan sus vidas con una muerte violenta.
Esto suele suceder principalmente cuando durante la infancia no se les enseña a los niños el aprecio por la vida y los valores éticos y morales; la compasión para con las personas y animales; la piedad para con todos los seres vivos y con la naturaleza, condiciones indispensables que nos permiten situarnos con serenidad en las circunstancias más adversas durante nuestro tránsito por esta existencia.
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