A veces jirones del alma se quedan enredados en los recuerdos. El dolor y los corazones rotos se vuelvan un semillero para los fantasmas.
La desilusión nos transfigura la cara. Y con el tiempo ya no nos parecemos, ya no nos recordamos, ya no sabemos quiénes somos.
Nada es tan duro como el no recordar el cómo esos espectros hicieron de nuestra cabeza su nido y su aposento.
El cómo se fueron comiendo pedazos de nuestra completitud desde adentro de nosotros, hasta acabar convencidos de ser entes rotos, de carecer de trozos de alma y de corazón.
A veces la cabeza es como una vieja casona. Espectros lánguidos se pasean en ella, obsesionados con tener la razón. De alguna manera.
En lo que sea, se quedaron atorados en un limbo donde olvidaron que la otra alternativa era ser feliz.
A veces mantenemos las pesadas y grises cortinas cerradas; nos aterra la claridad que pudiera entrar, porque probablemente desaparecerían.
Y pareciera que no queremos que se vayan los fantasmas. Porque nos aterran, pero son ya viejos conocidos. Nos generan mucho miedo pero de alguna forma nos resultan ya tan familiares.
Si su tormento cesara, ¿a quién culparíamos? Si dejaran de hablar y hablar uno encima de otro, si el griterío callara… ¿qué haríamos con ese silencio?
Preferimos los lamentos de la queja a medianoche, sus escalofriantes gritos que solo se oyen en nuestra cabeza.
La tristeza nos pone sus patas frías en la espalda, en la madrugada, y nos hace despertar de un brinco. A veces decimos que estamos hartos. Pero despertar duele. La claridad nos hiere los ojos.
Por ahí escuchamos rumores de que existe algo que se llama “presente”. Pero elegimos pensar que solo es una vieja leyenda. Un aforismo.
Preferimos creer en lo que no está y en lo que no vemos. Al final de cuentas, ¿qué alma en pena no se siente una víctima? Justo por eso no se va, por eso deambula, por eso llora y reclama, está convencida de que la vida le quedó a deber.
Ha visto el puente de lejos. Y al otro lado el jardín. Pero nadie que esté enojado puede cruzarlo.
Habría que reconciliarse con la vida. Y eso es incómodo. ¡Imagínate! Tener que aceptar al final, que no teníamos la razón. Primero muertos.