Andrés Manuel López Obrador no es el presidente de todos los mexicanos, sigue siendo el líder de un movimiento social y político que usa a los pobres para mantenerse vigente con su base.
El líder social es distinto al gobernante. El líder social se mueve en libertad como representante de una agenda especifica, el gobernante, si bien surge de una expresión política concreta, tiene la obligación constitucional de velar por todos.
Desde su llegada a la presidencia, López Obrador ha sido sectario. La política, entendida como una herramienta para lograr acuerdos y resolver problemas, ha quedado en segundo plano. La agenda nacional la dictan las fobias y rencores de quien, desde el palacio nacional, insiste en dividir al país entre los que están con él y el resto. En ese resto, lo mismo están artistas, que médicos, activistas de derechos humanos y feministas, empresarios y políticos y por supuesto, también la prensa.
La semana que recién pasó nos deja una lastimosa confirmación del carácter sectario de quien gobierna, el tratamiento dado a los 635 firmantes de una carta en la que se exige respeto a la libertad de expresión, y especialmente, las carcajadas propinadas sobre una nota del periódico Reforma relacionada a las 45 masacres sucedidas en lo que va su gobierno.
El presidente confunde su derecho de réplica con la denostación. Lo que él llama diálogo circular no es más que un monólogo. El derecho de réplica, que efectivamente tiene, implica de su parte algo de lo que carece: la capacidad de argumentación, la ponderación de evidencias y datos verificables. Lejos de ello, López Obrador insulta y calumnia, evade, o dicho en sus términos, batea la realidad.
¿Hay libertad de expresión en México? Sí, pero está bajo ataque. Se le busca inhibir desde palacio nacional. Más ominoso aún resultaron las carcajadas frente a la cruda realidad de la inseguridad, materia a la que este gobierno ha tratado de forma miserable y mentirosa. En un país que durante la gestión de Morena acumula más de 65 mil asesinatos, que el presidente de la república se burlar de las masacres es, cuando menos, ominoso.
¿Qué tiene qué decir sobre ello el subsecretario de derechos humanos, Alejandro Encinas? ¿No resulta suficiente el dolor cotidiano de las decenas de miles de víctimas de homicidios, las víctimas de desaparecidos como para que la respuesta del presidente sea reír a carcajadas? ¿Qué tiene que pasar para que se le imprima un sello de seriedad a un tema que cada día nos tiene al borde del temor y de la frustración?
Su risa, es solo comparable con la risa de López Gatell que cada día celebra que hay camas disponibles mientras 73 mil familias lloran a los difuntos de su estrategia fallida. Tampoco las familias de los más de mil niños que han muerto durante su gobierno a falta de medicamentos y tratamientos contra el cáncer comparten sus risas, las risas del palacio. Y qué decir de los millones sin empleo, del medio millón de microempresarios que perdieron todo por el Covid.
Mientras el Nerón de Macuspana disfruta de su delirio, a millones de mexicanos les cuesta sobrellevar la realidad, para ellos, no hay espacio para la risa.