La abolición de la pena de muerte es un avance civilizatorio que no podemos dar por sentado. Por supuesto, no quiere decir que desaparezca la violencia, pero indica al menos la vigencia de una idea que siempre será frágil. El mapa es elocuente: la pena de muerte tiene plena vigencia en el mundo islámico, India, China y Estados Unidos, o sea que parece asociada a una energía ideológica de cierta intensidad. En las lindes de la barbarie está esa versión disimulada, a veces cínica, que consiste en ver con normalidad la muerte violenta en acciones de policía.
Francia fue el último de los países de Europa: la abolición se votó a fines de 1981, bajo el gobierno de François Mitterrand, pero sobre todo gracias al inmenso trabajo político de Robert Badinter, ministro de justicia. Badinter: abogado, escritor, activista peleó por la abolición de manera obsesiva. La semana pasada, 93 años, habló de eso en una larga entrevista para la televisión francesa. Y habló también sobre Victor Hugo. Le preguntaron por su declarada, efusiva devoción por el escritor. Vale la pena recordar su respuesta.
Mi admiración, dijo, no depende solo de su mérito literario que ya ha sido suficientemente reconocido, y que nadie discute. No es eso, dijo, sino que estoy convencido de que Hugo salvó la vida de numerosos presos, nunca sabremos cuántos, que habrían sido condenados a muerte. Victor Hugo, eso es cosa sabida, era partidario de la abolición: escribió sobre eso ensayos, discursos, peticiones al congreso, algunas crónicas estremecedoras, como Claude Gueaux o El último día de un condenado a muerte. Pero esa misma mirada está también en el resto de su obra, en Los miserables o en Nuestra Señora de París: su preocupación por humanizar el castigo no es una postura doctrinaria, sino que obedece a una sensibilidad especialmente atenta a las oscuras tragedias de la gente común.
La obra de Victor Hugo se ha leído siempre en las escuelas en Francia, y sin duda ha sido importante para la educación sentimental y moral de cientos de miles, acaso millones de franceses. Puedo imaginarme, dijo Badinter, a muchos de ellos que, llamados a ejercer como jurados, en el momento de decidir sobre un castigo, sobre la pena de muerte, habrán recordado un pasaje, una idea, una sensación en la obra de Víctor Hugo, o que sin ser del todo conscientes de ello, habrán aprendido a mirar la miseria humana con los ojos de Víctor Hugo. No habrán condenado a muerte a nadie.
Seguramente es verdad. Pero la reflexión de Badinter apunta hacia algo mayor: se trata de la función civilizadora de la lectura. Porque hay algo en la capacidad para percibir matices, para comprender la complejidad, hay algo en la capacidad para el razonamiento moral que solo se desarrolla mediante la lectura, empezando por el hábito reflexivo que solo se forma con la práctica de la lectura —ensimismada, solitaria, silenciosa, y no memorizando un catecismo. Y me da por pensar que en estos dos años perdidos para la educación, que serán tres, podríamos haber puesto a los estudiantes a leer, solo eso, y ensayar al menos esa otra educación posible.