El nacionalismo, cualquier nacionalismo, empieza por ser ridículo y termina con mucha frecuencia siendo criminal. Porque tiene que identificar a los nuestros y distinguirlos de los otros para asignar derechos, ventajas o amenazas. Esa diferencia, fundamentalmente arbitraria, que identifica a los de aquí, se convierte en un principio casi sagrado. O sin el casi: sagrado.
Con todas sus mezquindades, el nacionalismo mexicano tenía una virtud: no adoptó nunca, no podía adoptar en realidad, una definición étnica. Lo más cercano que hubo fue el entusiasmo del mestizaje, las fantasías de Molina Enríquez, la raza cósmica y demás, pero a fin de cuentas mexicanos eran los que estaban aquí, y punto. Desde el siglo XVIII se ha evocado la grandeza de los antiguos habitantes del territorio, pero siempre hubo un resto de vergüenza que impedía que gente que se apellidaba Meyer o Lajous, o Rodríguez, hablase de “nuestros antepasados los aztecas”.
Es triste por eso el reciente empeño en fabular una imaginaria identidad étnica, tan mentirosa como cualquier otra. Pero además, el insistente aztequismo que se ha puesto de moda pone de manifiesto otra vez, en otro plano, la vocación imperialista de Ciudad de México, y eso tampoco es trivial. De momento, lo azteca no es más que decorado, mala poesía y cartón piedra, pero si se tomase en serio habría mucha gente con motivos de queja, porque la celebración de Tenochtitlan se hace en agravio de tlaxcaltecas, mayas y purépechas para empezar, y al final de todos los que se apellidan Rodríguez.
Lo peor es que era absolutamente innecesario. La discriminación de hoy, la miseria, la marginación de hoy tiene que combatirse hoy, pero con políticas serias de empleo, educación, salud. Para eso, la nomenclatura en la Guía Roji no sirve de nada. El trampantojo aztequista, con su panoplia de taparrabos, penachos, ofrendas y copal solo les importa a los indígenas fingidos, a los que cobran por el montaje, y a algún turista despistado.
Como si fuese una gran cosa se repite que somos herederos de culturas milenarias. Es verdad, pero todos los seres humanos que viven hoy son herederos de culturas milenarias —quienes de los incas, de los persas, los Tuareg o los Kwakiutl, nadie surgió de la tierra anteayer. Y todas son igualmente mestizas. La expresión parece alarde de criollos del diecinueve que se comparaban con los gringos y, como nota de distinción, decían que aquí hubo pirámides (y que la sociedad mexicana era más espiritual).
El género fundamental de la retórica nacionalista es el lamento. El nacionalismo necesita enemigos, agravios, ultrajes imperdonables, porque es sobre todo una elaboración ideológica del resentimiento. Por eso los líderes capitalizan la autoridad moral de las víctimas. Los nuestros han escogido ser descendientes de quienes dominaban en el altiplano hace 600 o 700 años, ni más allá ni más acá, porque es lo más rentable. Si fuese en serio, habría que decir que nuestros antepasados eran aztecas, y mayas y tepehuanes, también aragoneses y castellanos, vándalos, romanos y fenicios. Todos igual de milenarios. No es en serio, y es lamentable.
Fernando Escalante Gonzalbo